Blas, obispo de Sebaste

 Mientras se dedicaba Blas a curar enfermos, una nueva tempestad se desencadenó sobre la iglesia: la décima persecución, más terrible que las anteriores, decretada por Diocleciano. La ciudad de Sebaste fue sumamente probada, mereciendo por ello ser apellidada la ciudad de los Mártires. Su número, en esta ocasión, fue de diecisiete mil y hay que adjudicar la responsabilidad de tan sangrienta obra a Arícola, gobernador de Capadocia y Armenia.

Bien convencido el tirano de que un rebaño sin pastor fácilmente se dispersa, empezó dando muerte al  obispo; pero al obrar así confesaba su total desconocimiento de la vitalidad imperecedera de la iglesia. Sin pérdida de tiempo se congregan los fieles y unánimemente queda elegido Blas en sustitución del mártir. Semejante elección era un presagio, pues el nuevo obispo había de mostrarse no menos consumado médico de las almas que los fuera de los cuerpos hasta entonces. Pero viendo la imposibilidad de ejercer su ministerio en un ambiente donde habría de ser descubierto al instante, por inspiración divina decidió salir de la ciudad y retirarse a una gruta del monte Argeo, a unas millas de Sebaste.

Blas distribuía sus horas en aquella soledad entre la oración y el cuidado de las almas. No tardaron las bestias fieras en descubrir el camino de su retiro; amansadas repentinamente ante su vista, convirtiéronse en compañeras suyas. Si alguna padecía enfermedad o achaques, Blas las curaba por la virtud de la señal de la cruz, y sin su bendición de allí no partían. Un cuervo le llevaba cada día pan para su sustento.

Halló Blas delicias en las cuevas, obediencia en las fieras, seguridad en los monstruos, abundancia en los desiertos y deleite en la soledad.

Pero el obispo no se desentendía de su rebaño espiritual; varias veces dejó su retiro para ir a consolar y sostener el ánimo de los fieles, llegando hasta las cárceles donde los confesores de la fe gemían en espera del martirio.

El edicto de Milán, por el que el emperador Constantino devolvió la libertad a los cristianos, permitió a Blas entrar en su sede episcopal. Pero eso no era más que una tregua. No habían transcurrido ni dos años, cuando el envidioso Liciano, al ver que Constantino apoyaba al clero, comenzó a combatir a la iglesia para mejor destronar a su rival. En tal coyuntura, Blas emprendió por segunda vez el camino al monte Argeo.

 Blas es arrestado

 El propósito de Agrícola era acabar con los cristianos que tenían presos y hacerlos despedazar por las fieras. Para esto envió a sus esbirro al ojeo por los bosques para cazar cuantas fieras pudieran. En sus corrías por el monte Argeo, fueron a dar a la cueva donde el prelado se guarecía. Allí sorprendieron al santo sentado y arrobado en contemplación. No se atrevieron a echarle mano y se volvieron a la ciudad a dar razón al gobernador de lo que habían visto con sus propios ojos. Sin pérdida de tiempo él envió soldados que subieron al monte y hallaron a Blas en idéntica forma que los cazadores habían contado. Llamáronle por su nombre y le dijeron:

“Ven con nosotros, que el gobernador Agrícola te llama”

“¡Bienvenidos seáis, hijos míos! (respondió Blas). Hace mucho tiempo que seseaba con ansias vuestra llegada.

Partamos en nombre del Señor”

 Dicho esto se puso en marcha con los soldados.

Durante el camino, los exhortaba a que se convirtieran al cristianismo, confirmando sus palabras con numerosos milagros, pues por doquiera que pasaba le presentaban a los niños para que los bendijera y las plazas se hallaban ocupadas por un sin número de enfermos que con tono lastimero imploraban su valimiento. Conmovido les imponía las manos, bendecía a los niños y sanaba a los enfermos, lo que determinó la conversión de una multitud de paganos.

Uno de los milagros llevados a cabo por Blas en esta memorable jornada del monte Argeo a la cárcel de Sebaste, fue éste:

Una mujer de las cercanías tenía un hijo único, que al comer pescado, se tragó una espina con tan mala suerte que vino a quedar atravesada en la garganta. El niño iba a morir y la madre, loca de dolor, no sabía ya que hacer. En esta coyuntura acertó a pasar por allí Blas y, enterada la madre de los milagros que obraba, tomó al niño en sus brazos, corrió en busca de Blas y, llena el alma de fe, colocó a sus pies al niño rogándole con lágrimas que lo curara. Enternecido Blas hasta las entrañas, impone las manos al enfermo, hace las señal de la cruz en la garganta y suplica a Nuestro Señor que dé salud al pobre niño. El niño quedó curado de inmediatamente.

Interrogatorio y Martirio

  Blas hizo su entrada en Sebaste escoltado por los soldados, y Agrícola le envió al calabozo hasta el siguiente día en que le mandó comparecer ante su tribunal. Al principio trató de ganar su voluntad con aduladoras palabras:

“Bienvenido seas, Blas, queridísimo amigo mío y de los dioses inmortales”

Blas le respondió: “Dios te guarde, oh gobernador, y para que te guarde, yo te ruego que no llames dioses a los demonios que han de atormentar un día a todos los que los adoran. Ya ves que no puedo ser tu amigo, pues no quiero arder con ellos para siempre.

Irritado Agrícola por la resuelta actitud del Santo, mandó que le golpearan con varas; y así lo hicieron los sayones con gran fuerza por varias horas, mientras el Santo permanecía con gran constancia y alegría, y, burlándose del presidente, decíale: “¡Oh desatinado engañador de las almas!, ¿piensas que por tus tormentos me he de apartar de Dios? No, no; que el mismo Señor está conmigo, y me conforta; por tanto, haz de mí lo que quieras”

Mandó el presidente volverlo a la cárcel, y, pasados algunos días, el funcionario imperial ordenó a Blas que compadeciera por segunda vez ante el tribunal y le dijo: “Elige una de estas dos alternativas: o adoras a nuestros dioses, y eres amigo nuestro; o bien te niegas, y en tal caso se te aplicarán los más espantosos suplicios y perecerás a mano airada”

Blas respondió: “Ya te he dicho y te vuelvo a repetir que las estatuas que adoráis no son dioses, sino representaciones de los demonios, y, por lo tanto, no puedo adorarlos”.

Viéndole Agrícola inflexible en su propósito, mandó que le ataran al potro mientras traían peines de hierro como los que usaban los cardadores de lana, y con ellos le desgarraron las espaldas y el cuerpo entero. Corrían por el suelo raudales de sangre, caían las carnes a jirones, los verdugos mismos estaban conmovidos y hasta lloraban. Mientras tanto el mártir, volviéndose al gobernador, le dijo: “Esto es lo que ansiaba mucho tiempo, que mi alma se desprendiera de la tierra y mi cuerpo fuera elevado en alto. Próximo ya a las eterna moradas, desprecio a todo lo vano y caduco y me burlo de ti y tus suplicios. Estos sufrimientos sólo durarán un instante, mientras que el premio será eterno.”

Las torturas, lo único que conseguían era exaltar el ánimo de Blas, y notándolo el gobernador, mandó que le soltaran y le condujeran a la cárcel.

Entre el público que había contemplando el tormento había siete mujeres paganas que, profundamente afectadas por el proceder del mártir, le siguieron a la cárcel recogiendo la sangre que manaba de sus heridas Al saber lo que hacían fueron arrestadas y llevadas al gobernador: “¡Somos cristianas!”, exclamaron todas a una voz. Agrícola procuró atraérselas con promesas, y luego intimidarlas con amenazas. Respondieron ellas que enviase sus dioses a la laguna próxima a Sebaste, para que lavándose ellas en el agua, les pudiesen con limpieza ofrecer sacrificio. Se alegró mucho de esto el presidente y mandó que así se hiciese; más las santas mujeres tomaron los dioses del presidente, y los echaron en la laguna, diciéndoles: “Salvaos, si sois verdaderamente dioses”. Sabedor Agrícola de lo que pasaba y de cómo se habían burlado de él, entró en furor y condenó a las culpables a suplicios atroces. Una de ellas iba acompañada de sus dos hijitos de tierna edad, que clamaban llorando: “Madrecita, dame tu fe, no nos dejéis huérfanos, llévanos contigo al cielo”

Para acabar de una vez con la resistencia de las siete cristianas las condenó a ser decapitadas. Antes de morir rezaron largo rato y confiaron la custodia de los dos niños al obispo.

Al cabo de unos día, fue sacado Blas nuevamente de la cárcel y presentado ante el tribunal del gobernador, este le dijo: “Tiempo has tenido para deliberar; ven y sacrifica a los dioses, pues de no hacerlo, sábete que acabaré contigo. Este Cristo que dices es tu Dios no te ha de liberar si te mando arrojar a lo más profundo de la laguna.”

“¡Infeliz!-le contestó Blas-, tú que adoras a los ídolos ignoras el poder de mi Dios. ¿No caminó Jesucristo sobre las aguas como si fuera tierra firme, e invitó a Pedro a hacer lo mismo? Pues bien; lo que hizo con Pedro, bien puede volver a hacerlo conmigo, aunque sea el último de sus siervos.”

Herido vivamente en su amor propio, ordenó el gobernador que condujeran a Blas a orillas de la laguna, donde le siguió un gentío inmenso. El obispo trazó la señal de la cruz sobre las aguas, que al instante se volvieron sólidas como el hielo espeso y capaz de sostenerle. Se puso a caminar entonces a paso ligero como si fuera tierra firme, llegando al centro de la laguna. Una vez allí, se sentó e interpeló al gobernador y demás asistentes de esta manera: “Si vuestros ídolos tienen algún poder, o si tenéis en ellos la más pequeña confianza, entrad también en la laguna y en nombre de vuestros dioses caminad por encima de las aguas para que su poder quede de manifiesto”.

Al oír estas palabras setenta y cinco personas, invocando el auxilio de sus dioses, se precipitaron con arrojo hacia él, pero se fueron al fondo y se ahogaron.

Muerte de Blas

 En aquel instante un ángel descendió del cielo envuelto en luz brillantísima que deslumbró a todos los presentes, y dijo: “ Ánimo, valiente atleta de Cristo, sal del agua y apresúrate a recoger la corona que Dios te tiene preparada”.

 Blas se levantó y, del mismo maravilloso modo que se había internado en la laguna, salió de ella, y todo el pueblo que se agolpaba en la orilla le vio resplandeciente de luz y radiante de alegría. Se le unieron los dos huerfanitos de la víspera, hijos suyos adoptivos. Por última vez, Agrícola planteó a los tres este dilema terrible: o sacrificar a los dioses o morir; y ante su inquebrantable decisión, los condenó a ser atravesados por la espada.

 Oída la sentencia, se apresuró Blas hacia el lugar de la ejecución acompañado del verdugo y allí pidió licencia para orar, lo cual le fue concedido.

 Inmediatamente fueron decapitados el obispo de Sebaste y los dos huérfanos. Este fue el fin glorioso del obispo. Era el 3 de Febrero del año 316, y este día celebra la iglesia su fiesta. Los cristianos tomaron su cuerpo, y le enterraron con gran devoción.

LOS MILAGROS DE SAN BLAS

Dúrcal ha celebrado a lo grande sus fiestas patronales en honor a San Blas, del que se cuentan cientos de milagros. Muchos de ellos relacionados con enfermedades de la garganta desde que, según la leyenda, San Blas le extrajo al pequeño la raspa de la garganta y desde entonces es implorado, principalmente, cada vez que existe un problema de garganta. En dos milagros más cercanos, San Blas impidió que las aguas de una gran tormenta inundara Dúrcal y que se le incendiara el camión al cosario de Lanjarón. Se cuenta en Dúrcal que a primeros del pasado siglo, Juan Reyes tenía un camión con el que abastecía de enseres a los vecinos de Lanjarón. Un día, pasando cerca de la ermita de San Blas, el camión empezó a arder. Juan Reyes, asustado, dirigió los ajos a la Ermita de San Blas, que se encuentra junto a la carretera y antigua calzada romana, y pidió al Santo encontrar agua con la que apagar las llamas. Y en ese momento comenzó a llegar agua y dos cubos por la cuneta. Y de esta forma, el cosario pudo apagar el fuego con la ayuda de varios hombres y evitar la ruina que supondría para él perder su herramienta de trabajo. En otra ocasión , llovía a cántaros sobre Dúrcal. Tanto que se desbordó el Barranco Porras, y los vecinos temieron que el agua destrozara gran parte de las casas de la vecindad. Algunos lugareños se armaron de valor y con picos y palas quisieran desviar el cauce de las aguas pero se quedaron de piedra cuando vieron a las afueras de la barriada del Darrón, a un hombre vestido de obispo que dirigía el agua hacia otro cauce para que no entrara por el casco urbano. Aquel misterioso hombre desapareció de repente y al momento salió un sol radiante. Los vecinos de Dúrcal vieron en aquel milagro la mano de San Blas y algunas personas se acercaron a la ermita para darle las gracias y rezarle y comprobaron que su vestimenta estaba empapada en agua aunque no existían goteras ni grietas en la ermita.