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    La vuelta al mundo en la Numancia
     B. Pérez Galdós
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La vuelta al mundo en la Numancia

Benito Pérez Galdós

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Libro sacado de la biblioteca virtual Miguel de Cervantes. donde el personaje Ansúrez pasa por el Valle de Lecrín camino de Motril, como se pone más abajo

Esta obra pertenece a los Episodios Nacionales (4ª serie)

Desde 1873 a 1912, Pérez Galdós se propuso el ambicioso proyecto de contar la historia novelada de la España del siglo XIX, es decir, desde 1807 hasta la Restauración, con la intención de analizar el protagonismo de las fuerzas conservadoras y de progreso en España. Son 46 novelas distribuidas en cinco series de diez obras cada una, excepto la última que quedó interrumpida y sólo tiene seis. Obras corales, épicas, que cubren la anécdota del protagonista individual. Muy lejos de la novela histórica del romanticismo, Galdós se documenta con rigor y hasta donde puede de los hechos históricos y los comentarios están narrados con gran objetividad.


- I -

Divagando por el Mare Internum en el falucho de Ansúrez, con pacotillas comerciales de Vinaroz a Denia, de Torrevieja a Ibiza, o de Mahón a Cartagena, pasaron Donata y Confusio luengos días apacibles, sin inclemencias azarosas del viento y las aguas. En la dulce soledad marítima, aprovechando el ocio de las bonanzas, contó Diego Ansúrez a sus amigos diferentes sucesos festivos y graves de su inquieta vida, desde que abandonó a la familia y al padre para lanzarse a correr ásperas aventuras de mar y tierra; y lo que mayormente sorprendió y cautivó a los amantes fue la forma o modo peregrino con que hubo de encontrar y conocer a la hembra que tenía por esposa, o cosa tal... El singularísimo hallazgo de mujer fue dispuesto por Dios con un golpetazo furibundo que a continuación se refiere.

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En Febrero del 49 fue a Játiva Diego Ansúrez a negociar cambalache de aguardiente anisado por pieles y arroz (que así el menudo comercio cambiaba las especies, empleando el dinero tan sólo para las diferencias). Dos días no más estuvo allí; y cuando, ultimados los tratos y arreglos, a su vivienda se retiraba en noche tenebrosa por calles solitarias y torcidas, sufrió un grave accidente pasando al ras de los muros de un convento que llaman Consolación. Iba el hombre con el cuidado de la obscuridad echando las manos por delante, los ojos al suelo fangoso y a los traicioneros dobleces de las tapias, cuando de improviso le cayó encima un grande y pesado bulto... El golpe fue tremendo, más por la pesadumbre que por la dureza del objeto caído. ¿Qué era, vive Dios?

Si al recibir el topetazo pensó Ansúrez en el desprendimiento de un balcón o de un trozo de alero, no tardó en reconocer que el bulto podía ser un disforme lío de esteras que tuviera por ánima huesos, lingotes de hierro, quizás un par de macetas con plantas arbóreas. El grito sacrílego que dio al sentir el trastazo en su cabeza y hombro derecho, fue contestado por un lamento que del propio bulto salía, el cual no era rollo de esteras, ni colchón relleno de objetos duros, sino un ser humano, grande como lo que llamamos persona... Al quejido siguieron voces que indudablemente delataban espanto de mujer... Dolorido del cuello y de   -7-   los lomos, inclinose Ansúrez vomitando blasfemias, y vio ropas negras y blancas... El bulto calló, como si de la conmoción de su caída perdiera el conocimiento, y el hombre, para verlo mejor, se puso de rodillas diciendo: «¡Ajos, cebollas, berenjenas y cohombros!... Yo pensé que era un pedazo de torre o un cacho de cornisa, y ahora veo que es usted una monja... Por poco me mata en su caída... diré mejor en su fuga... ¿Se descolgaba usted con esa soga que tiene en las manos?... ¡Ajos y cebolletas! ¿Por qué no cogió un chicote de más poder?... ¿Se le rompió antes de llegar al suelo?... Ya pudo avisar, señora, y yo me habría puesto en facha para recogerla... Por las verijas de San Pedro, que me ha derrengado un hombro, y me ha roto una oreja... y en el quiebro que hice creyendo que se me venía encima una torre, pienso que me he roto por la cintura, del dolor que siento, ¡ay!... A ver, comadre, si puede levantarse... ¡upa! No puede... ¡Upa otra vez, valiente!...».

La señora monja parecía cuerpo muerto: sus manos ensangrentadas agarraban la cuerda tosca con presión formidable de los dedos, como si aún estuviera pendiente de ella; su rostro encendido, su boca entreabierta y muda, expresaban terror; sus ojos abiertos parecían privados de la visión... No tardó Ansúrez en acometer el más airoso lance de aquella singular aventura, y movido de su caridad o de su gallardía caballeresca, probó a levantar en peso a la caída   -8-   y derrengada monja. Al primer esfuerzo, su energía titánica flaqueó por efecto del quebranto que en su propio cuerpo sentía; pero estimulados los músculos potentes por la más briosa voluntad que puede imaginarse, el atleta tomó en brazos a la señora y la llevó por el dédalo de calles, diciéndole: «Comprendo que su reverencia se ha escapado como ha podido... ¿Qué ha sido? ¿Malos tratos?... ¿ganitas de volver al siglo?... Serénese, y como no tenga su reverencia hueso roto, haga cuenta de que el salto ha sido feliz, y que no ha pasado nada».

No era saco de paja la mujer caída; antes bien, notó Ansúrez la carnosa opulencia de las partes próximas al apretón de los brazos de él. Por dos veces tuvo que aliviarse del peso para tomar resuello, y al fin dio con su preciosa carga en la posada donde tenía su alojamiento. Grande fue el asombro del huésped y de los dos amigos que esperaban al patrón del falucho para emprender el viaje a Denia. El primer cuidado de todos fue tender el desmayado cuerpo en un fementido catre y proceder a su reconocimiento, por si las partes lastimadas en la caída reclamaban auxilio del médico. No fue cosa fácil el examen, porque la esposa del Señor opuso toda la resistencia que su remilgado pudor monjil le imponía. Declaró que bien podían reconocerle cabeza y brazos; pero que a la jurisdicción de las piernas no permitiría que llegase mirada de hombres, aunque en aquella zona tuviese todos los   -9-   huesos partidos y deshechos... Respetaron los discretos varones estos refinados escrúpulos, y serenándose más a cada instante la buena mujer, les dijo que sentía magulladuras dolorosas y quebranto en diferentes partes de su cuerpo venerable; pero que no creía tener fractura en ninguna pieza de su esqueleto, agregando que sufriría con paciencia, y hasta con gozo, todas las averías de la máquina corpórea, con tal de ver para siempre conquistada su libertad. Mientras así hablaba la monja, pudo hacerse cargo el buen Ansúrez de que su rostro no carecía de belleza y gracias, y apreciar la excelente proporción de partes y formas ocultas por el hábito dominico.

La mujer y criada del posadero encargáronse de curar y bizmar las erosiones y rozaduras de la religiosa, y de aplicarle compresas de vinagre allí donde era menester. Luego, por indicación del marino, quitáronle hábito y toca, vistiéndola con las prendas usuales del traje popular valenciano. Esta rápida metamorfosis dio mayor tranquilidad a la fugitiva del claustro. Ansúrez, que gradualmente se hacía dueño de la situación, recomendó a la familia posaderil que guardara impenetrable secreto sobre aquel extraño caso, y a la señora propuso que se dejase llevar fuera de la ciudad, pues no estaría segura mientras no pusiese entre su persona y el convento grandes espacios de tierra y de mar. Aceptó la señora sin vacilación, que su espanto le daba prisa, y   -10-   alas le ponía su atrevimiento. «Vamos, buen hombre; lléveme a donde quiera -dijo echándose del lecho y recorriendo la estancia con la cojera que le imponían sus doloridas coyunturas-. Lléveme lejos, lejos, a donde no puedan alcanzarme».

Con el apremio que requerían las circunstancias dispuso Diego la partida. Pronta estaba la tartana. En ella metieron a la monja, acomodándola con almohadas y ropa de abrigo, y añadiendo mediano cargamento de provisiones de boca. Con Ansúrez y su venturoso hallazgo entraron en el coche dos amigos del primero: un marinero tortosino y un traficante balear. Partieron a escape... A las ocho de la mañana entraban en Denia, y sin detenerse en las calles corrían hacia el puerto. Antes de las nueve estaban a bordo del falucho, el cual, acelerando su despacho y listo de papeles y víveres, dio sus velas al viento, que era nordeste fresco y traía el lento son de las campanadas con que el reloj consistorial cantaba las once... Recostada en la borda, la prófuga lloraba de alegría, viendo alejarse el caserío dianense, las alturas del Mongó... después las rocas y el faro del cabo San Antonio... Creía soñar...

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- II -

La continuación de estas noticias biográficas dejó en la memoria de Confusio y Donata los puntos más salientes, a saber: la edad de la monja fugada no pasaba, según su cuenta, de los veintiséis años. En el siglo llamábase Angustias, y había nacido en un pueblo próximo a Granada, de familia buena y humilde. Mal sonaba en los oídos de Ansúrez el tristísimo nombre de la que, arrojada de los aires y cayendo sobre él como un bólido, fue coscorrón y donativo de la Providencia; y así, cuando llegaron a completa concordia y se avinieron a recorrer juntos la cuesta de la vida, resolvió él con franca autoridad rebautizarla y ponerle nombre de Esperanza, que al ser pronunciado ensancha el corazón en vez de oprimirlo... Al mes no entero de la evasión efectuaron sus bodas, sin más trámite que su firme voluntad de correr igual suerte en lo futuro; y el día de Navidad de aquel mismo año 49 dio a luz doña Esperanza, en Palma de Mallorca, una niña, que puesta debajo de la advocación y patrocinio de la Virgen del Mar, se llamó Marina, y por elipsis del habla familiar quedó para siempre con el breve nombre de Mara. Este hecho del nacimiento de la criatura demuestra que los desconciertos morales y canónicos podrán   -12-   traer efectos revolucionarios en el terreno legal; pero no traen el acabamiento de la especie humana, la cual, contra viento y marea, continúa cantando bajito el himno de su fecundidad.

Supieron asimismo Donata y Confusio que el buen Ansúrez, hacia el 50, viéndose perdido en sus negocios de cabotaje, entró por segunda vez en el servicio de la Armada. Tres veces fue a las Antillas, corrió toda la mar Caribe, y por fin, en la Expedición científica al Pacífico, pasó de ida y de vuelta el temeroso Estrecho de Magallanes. En estos viajes, con descansos periódicos en Cartagena, transcurrieron diez años. El 60, cumplido el plazo de enganche, restituyose Diego a su hogar y familia, trayendo sus ahorros y algún dinero ganado en América con el toma y daca de pacotillas. Era su propósito emprender de nuevo el tráfico costero, y a este fin compró dos naves, abanderadas la una en Cartagena, la otra en Palamós. En el primer viaje de esta, entró de arribada en Amposta para el reparo de averías; y mientras permaneció en Tortosa, ocurrieron sucesos para él memorables: el suplicio de Ortega, la captura de los Príncipes y el conocimiento con Donata y Confusio. Ya se ha dicho que estos navegaron con su generoso amigo, visitando puertos del archipiélago balear y de la Península; queda por decir que en un pueblecito del Mar Menor, cerca de Cabo Palos, conocieron a doña Esperanza, esposa putativa de   -13-   Ansúrez, y a su preciosa hija Mara. En la primera vieron una señora muy reservada y seria, de belleza fría y sin encanto, la expresión del rostro más de escultura que de persona viva, la mirada brillante y quieta, como de imagen barnizada. En cambio, la chiquilla era una morenita salada y picaresca, pimpollo de gracias infantiles, que anunciaba la mujer pertrechada de seducciones.

En este punto se desvanece la Historia, y los sucesos se diluyen por la dispersión de los seres que los informan. Donata y su caballero se establecen en Cartagena, luego en Murcia. Leves divergencias de carácter y de gustos se manifiestan en ellos; a las discordias menudas suceden reconciliaciones tibias; la inarmonía crece; menguan los halagos; rómpese de súbito un vivo fuego de guerrillas; al desamor sucede la antipatía... y por fin, Donata corre a satisfacer sus ambiciones del alma en la servidumbre y compañía de un opulento canónigo, aristocrático y elegante. Deslumbraban a la discípula del Arcipreste de Ulldecona los ricos atavíos eclesiásticos, las áureas dalmáticas y casullas, las albas vaporosas, las sotanas de sarga, olientes a raíz de lirio, o a exquisito rapé del de la Orza del Papa. Fastuosamente vivía el capitular en un palaciote viejo, ornado de muebles arcaicos y de objetos primorosos. Toda la casa hallábase impregnada de una sutil fragancia de cedro, sándalo y otras maderas exóticas. La profusión   -14-   de fino damasco en cortinas, colchas y almohadones, así como la riqueza de plata labrada, hacían creer a la simplona Donata que tenía por amo a un cardenal. Dolorido al principio, pronto consolado, contento al fin de su divorcio, Confusio partió a Madrid ansioso de contar sus buenas y malas andanzas al Marqués de Beramendi y a Manolo Tarfe.

Si el 60 fue en gran parte venturoso para Diego Ansúrez, el 61 empezó desgraciado: florecieron y fructificaron sus negocios, y doña Esperanza, descubierta y reconocida por su familia, entró con esta en relaciones muy cordiales. Se le perdonaba su escapatoria del convento; se admitía como ley circunstancial la fuerza de los hechos consumados, y se declaraba triunfante el nuevo estado de derecho, olvidando su origen revolucionario y sacrílego. Tanto los hermanos de ella, Matías y Segunda Castril, como los demás Castriles, parientes próximos y lejanos, que residían en Loja, en Granada y en Iznalloz, proclamaron a una el indulto de Angustias y al cariño de toda la familia querían traerla, legitimando la situación creada por el tiempo y las pasiones humanas. Don Prisco Armijana y Castril, cura del Salar, tomó a su cargo las gestiones para obtener dispensa, y santificar la diabólica unión de la monja y el navegante. Pero las alegrías de Ansúrez por estas disposiciones y propósitos de la familia de su mujer, se nublaron viendo a esta rápidamente desmejorada   -15-   en su salud, sin que los médicos supieran atajar la dolencia traidora.

En la creencia de que los aires del país natal serían eficaces para la enferma, Diego la llevó a Lanjarón, de allí a Granada, y por fin a Loja, donde Esperanza se repuso un poco. Vivían con Segunda Castril, esposa de un don Cristino López, propietario de un buen olivar y tierras de sembradura en término del Tocón. Contenta estaba doña Esperanza en la compañía de su hermana, y no cesaba de recordar con ella los tiempos infantiles, los rigores del padre, que, por la sola razón de tener abundancia de hijas y escasez de peculio, metió a una en las Franciscanas y a otra en las Dominicas de Granada. Con artificiosa vocación entró Angustias en la comunidad; por ser algo díscola y más que rebelde a la observancia reglar, fue trasladada al convento de Játiva, donde, como es sabido, meditó y llevó a feliz término su evasión por el tejado, sin más socorro que el de una soga. Esta hizo la gracia de rompérsele con una oportunidad que indudablemente fue obra del cielo. Cortaron los ángeles la cuerda, y a los diez meses nació Mara.

Entretenida fue para doña Esperanza y su hija la existencia en Loja, pues no faltaban los quehaceres domésticos ni las relaciones fáciles y amenas, y además gozaban de las delicias del campo en épocas de recolección, matanza o trasquila. Si distraídas y alegres vivían las hembras, don Diego   -16-   (que así llamaban al navegante sus amigos de Loja, rodeándole de afectuoso respeto) se sentía confuso y atontado, pues ajeno hasta entonces a las querellas de la política, veíase transportado a un vertiginoso torbellino de pasiones y antagonismos locales. El vecindario de Loja habíase dividido en dos bandos, que se aborrecían, se acosaban y se fusilaban sin piedad: liberal era el uno, moderado llamaban al otro. No salía el buen Ansúrez de la perplejidad en que el sentido y la aplicación de esta palabra le puso, pues siempre creyó que la moderación era una virtud, y en Loja resultaba la mayor de las abominaciones y el mote infamante de la tiranía. Sin darse cuenta de ello ni poner de su parte ninguna iniciativa, desde los primeros días se sintió afiliado al bando liberal, por ser de esta cuerda todos los Castriles y Armijanas, y los amigos de estos.

No causaron al hombre de mar poca maravilla las noticias que le dio su concuñado don Cristino de la organización y disciplina masónica que se impusieron los liberales, para formar un haz de combatientes con que tener a raya el poder ominoso de la Moderación. Esta no era más que un retoño de la insolencia señorial en el suelo y ambiente contemporáneos; el feudalismo del siglo XIV, redivivo con el afeite de artificios legales, constitucionales y dogmáticos, que muchos hombres del día emplean para pintarrajear sus viejas caras medioevales, y ocultar la crueldad y fieros apetitos de sus bárbaros   -17-   caracteres. Representaba el feudalismo la Casa y Condado de La Cañada, en quien se reunían el ilustre abolengo, la riqueza, el poderío militar de Narváez y su inmensa pujanza política. Hermanos eran el famoso Espadón y el caballero que imperar quería sobre las vidas, haciendas, almas y cuerpos de los habitantes de Loja. Sin duda, aquel noble señor y su familia obedecían a un impulso atávico, inconsciente, y creían cumplir una misión social reduciendo a los inferiores a servil obediencia; procedían según la conducta y hábitos de sus tatarabuelos, en tiempos en que no había Constituciones encuadernadas en pasta para decorar las bibliotecas de los centros políticos; no eran peores ni mejores que otros mandones que con nobleza o sin ella, con buenas o malas formas, caciqueaban en todas las provincias, partidos y ciudades de este vetusto reino emperifollado a la moderna. Los perifollos eran códigos, leyes, reglamentos, programas y discursos que no alteraban la condición arbitraria, inquisitorial y frailuna del hispano temperamento.

Contra la soberanía bastarda que la nobleza y parte del estado llano establecieron en Loja, la otra parte del estado llano y la plebe armaron un tremendo organismo defensivo. Por primera vez en su vida oyó entonces Ansúrez la palabra Democracia, que interpretó en el sentido estrecho de protesta de los oprimidos contra los poderosos. Democrática se llamó la Sociedad secreta que   -18-   instituyeron los liberales para poder vivir dentro del mecanismo caciquil; y en su fundamento apareció con fines puramente benéficos, socorro de enfermos, heridos y valetudinarios. Debajo de la inscripción de los vecinos para remediar las miserias visibles, se escondía otro aislamiento, cuyo fin era comprar armas y no precisamente para jugar con ellas. Dividíase la Sociedad en Secciones de veinticinco hombres que entre sí nombraban su jefe, secretario y tesorero. Los jefes de Sección recibían las órdenes del Presidente de la Junta Suprema, compuesta de diez y seis miembros. Esta Junta era soberana, y sus resoluciones se acataban y obedecían por toda la comunidad sin discusión ni examen. Engranadas unas con otras las Secciones, desde la ciudad se extendieron a las aldeas y a los remotos campos y cortijos, formando espesa red y un rosario secreto de combatientes engarzados en a autoridad omnímoda de la Junta Suprema.

A todos los afiliados se imponía la obligación de poseer un arma de fuego. A los menesterosos que no pudiesen adquirir escopeta o trabuco, se les proporcionaba el arma por donación a escote entre los veinticinco. Cada Sección estaba, de añadidura, obligada a suscribirse a un diario democrático, que era regularmente La Discusión o El Pueblo. Cuando alguna Sección trabajaba en faenas campesinas a larga distancia de la ciudad, enviaban a uno de los de la   -19-   cuadrilla a recoger el periódico (o folleto de actualidad, cuando lo había); y en la ausencia del mensajero, los trabajadores que quedaban en el tajo hacían la parte de labor de aquel. Un tal Francisco Navero, apodado Tintín, repartía los papeles democráticos a los enviados de cada Sección. En estas había un individuo encargado de leer diariamente el periódico a sus compañeros en las horas de descanso.

La Junta Suprema limitaba a los asociados el uso del vino, y prohibía en absoluto el aguardiente. Gran sorpresa causó a don Diego saber que por esta moderación de los liberales se arruinaron muchos taberneros, y llegaron a ser escasísimos los puestos de bebidas. El número de afiliados creció prodigiosamente desde que comenzaron, en la ciudad y luego en cortijos y villorrios, los solapados trabajos de propaganda. La iniciación se hacía en lugar secreto que Ansúrez no pudo ver: allí se les leía la cartilla de sus obligaciones, y se les tomaba juramento delante de un Cristo que para el caso sacaban de un armario. Afiliados estaban no pocos servidores del Conde de la Cañada. En el propio caserón o castillo roquero del cacique feudal se sentía la continua labor de zapa del monstruoso cien-pies que minaba la tierra.

La Sociedad, en cuanto se creyó fuerte, no quiso limitarse a la defensa ideológica de los derechos políticos. Los principales fines de la oligarquía dominante eran ganar las elecciones, repartir a su gusto los impuestos   -20-   cargando la mano en los enemigos, aplicar la justicia conforme al interés de los encumbrados, subastar la Renta (que así llamaban entonces a los Consumos) en la forma más conveniente a los ricos, y establecer el reglamento del embudo para que fuese castigado el matute pobre, y aliviado de toda pena el de los pudientes. Con tales maniobras, no sólo era reducido el pueblo a la triste condición de monigote político, sin ninguna influencia en las cosas del procomún, sino que se le perseguía y atacaba en el terreno de la vida material, en el santo comer y alimentarse, dicho sea con toda crudeza.

Frente a esto, la poderosa Sociedad buscaba inspiración en la Justicia ideal y en el sacro derecho al pan, y decretó la norma de jornales del campo, estableciendo la proporción entre estos y el precio del trigo. Véase la muestra. ¿Trigo a cuarenta reales la fanega? Jornal: cinco reales. Al precio de cincuenta correspondía jornal de seis reales, y de ahí para arriba un real de aumento por cada subida de diez que obtuviera la cotización del trigo. Accedieron algunos propietarios; otros no. Los jornaleros segadores se negaron a trabajar fuera de las condiciones establecidas, y en las esquinas de Loja aparecieron carteles impresos que decían poco más o menos: «Todos a una fijamos el precio del jornal. Si no están conformes, quien lo sembró que lo siegue».

Clamaron no pocos propietarios, y al cacicato   -21-   acudieron pidiendo que fuese amparado el derecho a la ganancia. La cárcel se llenó de trabajadores presos, y tal llegó a ser su número, que no cabiendo en las prisiones, se habilitaron para tales el Pósito y el convento de la Victoria. Pero no se arredró por esto la Sociedad, que en su tenebrosa red de voluntades tenía cogidos a todos los gremios. El buen éxito de la escala de jornales para el trabajo rural movió a la Junta a continuar el plan defensivo, justiciero a su modo. Peritos agrícolas afiliados a la Comunidad revisaron los arrendamientos, y en los que aparecieron muy subidos, se despedía el colono. El propietario quedaba en la más comprometida situación, pues no encontraba nuevo colono que llevara su tierra, ni jornaleros que quisieran labrarla. Igual campaña que esta del campo hicieron los peritos urbanos o maestros de obras en el casco de la ciudad. Casa que tuviera demasiado alto el alquiler, según el dictamen pericial, quedaba desalojada, y ya no había inquilinos que quisiesen habitarla, como no fueran los ratones. Llegó, por último, a tal extremo la unión, confabulación o tacto de codos, que ningún asociado compraba cosa alguna en tienda de quien no perteneciese a la secreta Orden de reivindicación y libertad.

Sorprendido y confuso el buen Ansúrez, oyó hablar de Socialismo y Comunismo, voces para él de un sentido enigmático que a brujería o arte diabólica le sonaban. Poseía   -22-   el vocabulario de mar en toda su variedad y riqueza; pero su léxico de tierra adentro era muy pobre, y singularmente en política no encontraba la fácil expresión de sus pensamientos. Sabía que teníamos Constitución, Reina, Cortes, partidos Progresista y Moderado; pero ni de aquí pasaba su erudición, ni entendía bien lo que estas palabras significaban... En tanto, ocurrían en Loja y su término sangrientos choques: una noche apaleaban a un asociado, y a la noche siguiente aparecía muerto en la calle un testaferro de los Narváez o un machacante del Corregidor. Las agresiones, las pedreas y navajazos menudeaban; la Guardia Civil acudía, siempre presurosa, de la ciudad al campo, o del campo a la ciudad; las voces de ira y venganza sonaban más a menudo que las expresiones de galantería dulce y quejumbrosa que caracterizan al pueblo andaluz en aquel risueño y templado territorio. La Naturaleza callaba cuando los corazones ardían en recelos, y las bocas agotaban el repertorio de las maldiciones.

Todo esto lo vio Ansúrez en la ciudad y en el cortijo del Tocón, donde pasó algunas semanas, huésped de su cuñado Matías Castril. Y para que nada le quedase por ver, llegó tiempo de elecciones, y los dos enconados bandos, furia narvaísta y furia popular, dieron la trágica función de disputas, celadas, recíprocos engaños, escandaleras y trapisondas horribles. Cruelmente y sin piedad se trataban unos a otros.   -23-   Represalias morales había no menos duras que las de la guerra. Al grito de ojo por ojo que estos proferían, contestaban aquellos con el grito feroz de cabeza por cabeza. El inocente y honrado Ansúrez, testigo por primera vez de la bárbara porfía, que era por una parte y otra un burlar continuo de todas las leyes, exceptuando la de la fuerza bruta, no podía compararla con nada de cuanto él había visto en sus vueltas por el mundo. Más conocedor de la Naturaleza que de los hombres, veía en aquellas agitaciones, designadas con mote político, electoral, socialista o comunista, una vaga semejanza con las turbulencias de mar. Cerrando los ojos ante la terrible lucha del pueblo con el feudalismo, su cerebro le reproducía el silbar furioso de los vientos desencadenados, y la hinchazón de las olas que corren acosándose y mordiéndose hasta perderse en el horizonte sin fin.

 

- III -

Hallábase el navegante fuera de su centro, y la nostalgia del mar y del trajín costero entristecía sus horas. Por su gusto allá se volvería; pero su mujer le sujetaba con el descanso que la tierra natal y la familia daban a sus achaques, y su hija Mara con la intensa afición que iba tomando al suelo y a la gente de Andalucía. De tal modo reinaban   -24-   en su corazón los dos seres queridos, hija y esposa, que al gusto de ellas subordinaba siempre su conveniencia y toda su voluntad. Las labores del campo, que al principio le interesaban y distraían, ya le causaban tedio. La mar inquieta era su campo, que él araba con la quilla de sus naves para extraer el fruto comercial, único verdadero y positivo. Según él, las bodegas de los barcos son como estómagos que reciben y dan toda la sustancia de que se nutre el cuerpo de la Humanidad.

A Loja iba algunas tardes con su cuñado Matías y dos compadres de este. La última vez que estuvo en la ciudad, pasó largo rato en el café, respirando espesa atmósfera de humo y rencores, y oyendo el mugido de las disputas, para él más pavoroso que el de las tempestades. Allí conoció a Rafael Pérez del Álamo, inventor y artífice principal de aquel tinglado de la organización democrática y socialista. Embobado le oía referir sus audacias, y tanto admiraba su agudeza como su indomable tesón. Aunque parezca extraño, Ansúrez sentía en sí mismo cierta semejanza con Rafael Pérez. Ambos luchaban con poderes superiores: el uno con los elementos naturales, el otro con los desafueros del orgullo humano. Y siendo en su interna estructura tan semejantes, diferían sensiblemente en la proyección de sus voluntades, llegando a ser ininteligibles el uno para el otro. Si Ansúrez no comprendía el heroico trajín de las revoluciones   -25-   políticas, Rafael Pérez desconocía en absoluto los heroísmos de la mar. Falta decir que el organizador del pueblo contra las demasías del poder constituido era un pobre albéitar, que se ganaba la vida herrando caballos y mulas.

En la última visita que hizo al café, conoció también Ansúrez a uno de los principales mantenedores del feudalismo narvaísta, don Carlos Marfori, joven vigoroso y resuelto, emparentado con la familia del General. Distinguíase por la temeraria llaneza con que descendía de su posición para discutir con los caudillos de la plebe, cara a cara, las candentes cuestiones que enloquecían a todos. Invitaba Marfori a Rafael Pérez a tomar café juntos. Alardeaba el albéitar de convidar a don Carlos y a los caballeros y genízaros que le acompañaban. Bebían disputando, juraban, y confundían sus voces airadas sin llegar a las manos. Por la noche era ella. La contenida saña con que debatían el villano y el noble, estallaba en las obscuras calles. Por un daca esas pajas se embestían los dos bandos. Palos, cuchilladas y muertes eran la serenata usual de las noches que, por ley de Naturaleza, debían ser plácidas en aquel delicioso rincón de Andalucía.

Recluido en el campo, el pobre navegante sobrellevaba sus añoranzas con la paz y los goces de la familia. Doña Esperanza no empeoraba, y su mortal inapetencia se iba remediando con los guisos y golosinas de la   -26-   tierra. La chiquilla era un portento de agudeza y precocidad, y el mayor alivio de las penas de su padre, que la amaba con delirio y no ponía freno a sus antojos. En Mara, el desarrollo espiritual y físico de la niña traía tempranamente las gracias de mujer hecha y bien plantada. El suelo y aire andaluz habían extremado la ligereza de sus pies, y la flexibilidad de su cuerpecillo en el baile, en los andares, hasta en el saludo. Habíase asimilado el ceceo de la tierra, el donaire anecdótico, el arte de las réplicas prontas, epigramáticas, chispeantes de sal y donosura. Mara reinaba en el corazón de todos, y era para sus padres el sol de la vida.

Pasaron días; avanzaba el verano; la familia de Ansúrez, invitada por el cura del Salar, fue a pasar un par de semanas en la casa de este, que era de gran desahogo y abundancia. Mas no quiso Dios que los forasteros hallaran tranquilidad junto al generoso don Prisco, porque a los seis días de su llegada al Salar echó al campo la conjura democrática todas sus legiones, y la tierra de Loja fue como un volcán que por diferentes cráteres arroja su fuego. Ya sabía don Prisco que Rafael Pérez preparaba un alzamiento general, mas no pensaba que fuese para tan pronto. Diferentes rumores contradictorios llegaron al Salar. Según unos, el albéitar, preso y encarcelado por el Corregidor, se había escapado de la prisión, corriendo con sus leales amigos camino de Antequera; según otros, en Antequera prendieron   -27-   al herrador, metiéndole en un calabozo subterráneo, y hacia allá iban decididos a salvarle sus más ardientes partidarios. De la noche a la mañana, no quedaron en el Salar más que mujeres, chiquillos y algunos viejos. Salió don Prisco en averiguación de lo que pasaba; aproximose a los arrabales de Loja; volvió a su casa sobrecogido y algo tembloroso, diciendo a su sobrina y a sus huéspedes que la insurrección no era cosa de broma, y que no tardarían en sobrevenir acontecimientos de padre y muy señor mío.

Aunque el reverendo Armijana era de los buenos amigotes de Rafael Pérez del Álamo, y sentía por la Sociedad toda la simpatía compatible con la prudencia sacerdotal, viendo las cosas tan lanzadas a mayores y la revolución sacada de la obscuridad masónica a la luz de la realidad, echose atrás el hombre, y no cesaba de pedir a Dios que devolviese la paz a los ciudadanos. «Camará -dijo a don Diego, refiriéndole lo que había visto-, esto no va por el camino natural, y para mí que al amigo Rafael se le ha metido algún diablo en el cuerpo... Arrimado al ventorro de Lucas vi pasar un porción de hombres que gritaban como locos. Daban vivas calientes a la Libertad y al Democratismo, y mueras fríos a doña Isabel, a los Narváez y al Corregidor. Cuando me vieron, soltaron el grito escandaloso de ¡muera el Papa!... Por la sotana que llevo, que quise protestar... pero no me atreví. Las   -28-   turbas armadas empezaron a echar por aquellas bocas tacos y porquerías horripilantes, no sólo contra el Sumo Pontífice, sino contra la Virgen Nuestra Señora; y Curro Tintín, el vendedor de periódicos, me amenazó con la escopeta y me dijo que se chiflaba en San Torcuato, el santo de mi mayor devoción, como hijo de Guadix que soy. Esto, amigo Ansúrez, pasa de la raya, y yo digo que si no nos manda tropas el Gobierno de O'Donnell es porque el gachó quiere perdernos, envidioso del poder de Narváez... Tropas, vengan tropas, o nos veremos muy mal, pero que muy mal».

Apenas enterado de lo que ocurría, Ansúrez no pensó más que en trasladarse a Granada con su familia; pero cuantas diligencias hizo aquella tarde para encontrar caballerías o un carricoche, resultaron inútiles. A la mañana siguiente, se supo que toda la caterva de paisanos armados se encontraba en Iznájar, Aventino andaluz, donde la plebe se organizaría con marcial unidad y compostura para ir sobre Roma. Roma, o sea Loja, era desalojada por los narvaístas, que escapaban medrosos, llevándose cuanto de valor poseían. Con ellos abandonaron la ciudad el Corregidor y las escasas fuerzas de Guardia Civil y Carabineros que allí tenía el Gobierno. De este dijeron los moderados que estaba en connivencia con los insurrectos, y que todo era obra del masonismo, del protestantismo y de la marrullería de O'Donnell y Posada Herrera, en   -29-   quienes el orden no era más que una máscara hipócrita para engañar al Trono y al Altar. ¿Qué hacían que no mandaban tropas? Esto llegó a ser en don Prisco idea fija. El buen señor terminaba todas sus peroratas, como todos sus rezos, con la devota exclamación de «¡Soldados, soldados!».

No cejaba el pobre Ansúrez en su afán de ausentarse con la familia, apretándole a ello el grave susto de doña Esperanza y su horror ante la tragedia. Al menor ruido temblaba la infeliz señora, creyendo escuchar cañonazos próximos; sus males se acerbaban, y el sueño no quería cuentas con ella. Por el contrario, la inocente Mara gustaba de la trifulca, ansiaba ver sucesos extraordinarios y encuentros formidables de hombres con hombres. Su viva imaginación extraía de los hechos más vulgares la leyenda poemática. A pesar de esto, viendo a su madre tan empeorada de puro medrosa, no cesaba de decir: «Vámonos, padre, y que nos acompañe María Santísima». Y don Prisco, en vez de ora pro nobis, repetía: «¡Soldados, soldados!».

Buscando medios de transporte, se encontró al fin el borrico de un salinero: esto por el pronto bastaba. Ansúrez y su hija irían a pie hasta llegar a la Venta de Lachar, donde esperaban encontrar mejor acomodo de viaje. Fue con ellos el cura don Prisco hasta el camino real, y allí los despidió con frase zalamera, deseándoles la protección de la Virgen, y agregando que esta   -30-   sería más eficaz si el maldito Gobierno enviara tropas en apoyo de los altos designios. Siguió adelante la caravana, doña Esperanza en su borrico, mal encaramada en un sillín de tijera; la hija y el marido a pie, por un lado y otro, sosteniéndola para que no se cayese, y delante el vejete salinero, que marcaba el paso con un tristísimo cantorrio entre dientes.

Diego Ansúrez, cuya mollera continuaba cerrada para las cosas de tierra adentro, no cesaba de meditar en ellas, buscando una clave de las absurdas contradicciones que veía. ¿Por qué se peleaban los hombres en aquel delicioso terreno, en aquellos risueños valles fecundísimos que a todos brindaban sustento y vida, con tanta abundancia que para los presentes sobraba, y aun se podía prevenir y almacenar riqueza para los de otras regiones? La sierra fragosa enviaba a las vegas lozanas el torrente de sus aguas cristalinas. Daba gloria ver la riqueza que descendía por aquellas encañadas, la cual asimismo prodigaba tesoros de sal, mármoles y ricos minerales. Las lomas de secano se cubrían de olivos, almendros y vides lozanas; en las vegas verdeaban los opulentos plantíos de trigo, cáñamo, y de cuanto Dios ha criado para la industria, así como para el sustento de hombres y animales... Si los que en aquella tierra nacieron podían decir que habitaban en un nuevo Paraíso terrenal, ¿para qué se peleaban por el mangoneo de Juan o Pedro, o por el reparto de los bienes   -31-   de la Naturaleza, que en tal abundancia concedían el suelo y el clima? ¿Quién demonios había traído aquel rifirrafe de la política, de las elecciones, y aquel furor porque salieran diputados o concejales estos o los otros ciudadanos? Ansúrez no lo entendía, y razonando en términos más rudos de los que en esta relación histórica se indican, acababa por declarar que o los españoles son locos sueltos en el manicomio de su propia casa, o tontos a nativitate.

Rendidísimos llegaron todos a la Casa de Postas de Lachar, ya entrada la noche. Doña Esperanza no podía tenerse, y fue menester llevarla en brazos a un camastro que en el único aposento vividero de aquel caserón se le ofrecía. Lejos de restablecerse de su pánico, la fatiga y quebranto del viaje la pusieron en mayor desazón, la cual iba labrando la ruina en su ánimo más que en su cuerpo. El sueño no vino a calmarla, por más sugestiones que se hicieron para provocarlo; negábase a tomar alimento, que si los manjares eran malos, el asco invencible de la enferma los hacía peores. Ansúrez no sabía, en tal situación, a qué santo encomendarse. Discurrió enviar un propio al Tocón para que la familia acudiese en su auxilio: no pudo encontrar para tal servicio más que a una muchachuela jorobadita, y esta fue y tardó diez horas en volver con la noticia de que don Matías estaba en la faición, y que las señoras no podían moverse de la casa. No había más remedio que   -32-   revertirse de paciencia y esperar lo que dispusiese la Divina Voluntad. El salinero se despidió, ansioso de agregar su burro a la Caballería ligera de Rafael; y como la Casa de Postas no podía proporcionar medios de transporte, pues todos los caballos y mulas se los habían llevado los señores de Loja en su retirada, resolvió don Diego quedarse allí en espera de cualquier contingencia favorable.

Tan abrumado, tan fuera de su equilibrio natural estaba el navegante celtíbero, que no se daba cuenta del tiempo que en aquella lúgubre y calmosa expectación transcurría. Doña Esperanza languidecía por falta de alimento, sin que a la soledad de aquel mechinal desamparado se le pudiera llevar el socorro de médico y medicinas. Mara no se apartaba de ella; Ansúrez hacía sus escapadas al corralón solitario, donde únicamente hallaba un par de vejestorios que le ponían al tanto de los acontecimientos. Los insurrectos, reunidos en Iznájar, descendían orillas abajo del Genil, y en orden y aparato de guerra caminaban hacia Loja, de cuyo desamparado recinto se apoderaban, poniendo allí su capital democrática y el asiento de su fuerza civil y militar. Ya eran dueños de Roma; ya ocupaban y guarnecían el alto castillo, que de los moros conserva el nombre de Alcazaba; ya fortificaban los robustos edificios que fueron conventos, y abrían trincheras en todos los puntos indefensos de la ciudad. Considerable número de combatientes,   -33-   que en totalidad no bajaban de cinco mil, se alojaban en la iglesia Mayor, en San Gabriel, en Jesús Nazareno y en el santuario de la Caridad, donde residía la patrona del pueblo. Como no quitaba lo democrático a lo piadoso, casi todos los prosélitos del temerario Rafael Pérez confiaban en que nuestra Señora de la Caridad les diese la victoria sobre la insufrible tiranía. Contaron a don Diego aquellos vejetes que al huir de Loja los moderados quisieron llevarse a la santa patrona de la ciudad; pero que no les fue posible arrancar la imagen de la peana que desde inmemorial tiempo la sostenía. Ni con palancas ni con ninguna suerte de artificios lograron despegarla. Peana y Virgen pesaban tanto, que ni con cien mil pares de bueyes habrían podido apartarla ni el canto de un duro, señal de que la Señora no quería cuentas con los narvaístas, y protegía resueltamente al democrático albéitar Rafael Pérez.

Como Ansúrez no diera crédito a esta conseja, la confirmó con juramentos y arrumacos una gitana vieja que de Loja venía, agregando que Rafael tenía ya más poder que el santo ángel de su nombre.

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- IV -

Las desgracias del valeroso navegante, que tan furioso temporal corría tierra adentro, no tenían término ni alivio. Confinado con su familia en una estrecha y miserable celda del piso alto de la Casa de Postas, no hallaba medio de proseguir avante ni atrás en el viaje emprendido. Daba el aposento a un corredor que se extendía por dos lados del patio, y en el término de una de estas alas estaba la escalera. El blanqueo de las paredes dentro y fuera de la estancia no era reciente: la suciedad reinaba en todo el edificio, y los olores de cuadra y cubiles discurrían de un lado a otro como únicos inquilinos que allí sin estorbo moraban.

Lo peor fue que cuando doña Esperanza, en aparente mejoría, se prestaba a pasar algún alimento, anocheció sosegada y amaneció en completo desbarajuste de sus facultades mentales, que ya venían de días atrás algo descaecidas. Debilitado por el no dormir y el no comer el cerebro de la buena señora, dio esta en el más extraño desvarío que puede imaginarse. Fue una retroacción de sus pensamientos, un salto atrás, un desandar de lo andado en las vías del tiempo. A la madrugada, habíase tendido Ansúrez en el suelo sobre unas enjalmas; despertole Mara ya de día claro, diciéndole con   -35-   palabras angustiosas que algo insólito y de mucha gravedad ocurría. Lo primero que advirtió don Diego al abrir los ojos fue que su esposa no estaba en el camastro. Como dormían vestidos, no tardaron en salir del aposento hija y padre, y con espanto vieron a doña Esperanza que a lo largo del corredor venía parloteando en alta voz y gesticulando con demasiada viveza, como si disputara con seres invisibles. Corrieron a ella, y con gran dificultad la llevaron adentro.

Opuso la buena señora resistencia breve, que se revelaba en su voz más que en sus ademanes, diciendo: «Déjame, Diego, déjame, que esa tarascona insolente, Sor Emerilda del Descendimiento, quiere meterme en la leñera. ¿No has oído a mis enemigas las valencianas aullar contra mí? La Priora es de tierra de Jumilla y no me quiere mal; pero está impedida de ambas piernas y no puede salir a defenderme. ¡Que no entren, por Dios, que no entren en esta celda!... Es lo que llamamos el desván de la fruta, y aquí me recojo, aquí me refugio entre calabazas... Tú eres el hombre de los aires, que anda de chimenea en chimenea y horada los techos... Vienes manchado de hollín, porque pasas por los caminos del humo... Silencio, que las monjas vamos al coro... En el coro somos las monjas ángeles que rezan dormidos... Despertamos, y nos volvemos demonios...». Estos y otros disparates que dijo la señora, pusieron a la hija   -36-   y al esposo en gran consternación. Con palabras dulces trataron de apartar su mente de aquel furioso desvarío; pero las ideas de la infeliz mujer se habían dispersado como pájaros, cuya jaula se abre por las cuatro caras, y no había manera de atraerlas de nuevo a su prisión.

Lejos de calmarse con halagos ni con esfuerzos de raciocinio la locura de doña Esperanza, se fue determinando más en el curso del día, hasta el punto de que Diego y Mara llegaron a creer que también ellos habían perdido el juicio. Terrible fue la tarde: la pobre señora persistía en la demencia de creerse monja, y de repetir en memoria y en voluntad los actos y sucesos que precedieron a su evasión del claustro. Ya no sabían el esposo y la hija qué pensar, ni qué hacer, ni qué decir. En vano pedían auxilio a los viejos y mujeres de la casa, que no acertaban de ningún modo a sacarles de tan doloroso conflicto. Por la noche, el delirio de la enferma fue más desatinado y violento. Desconociendo a su hija, la llamaba negra, intrusa, y mandábala salir de su presencia. También a su marido le trataba como a persona subida de color. Creyéndose monja y de inmaculada blancura, decía: «Quiero escaparme, quiero salir de esta triste cárcel; pero no me salvarán hombres tiznados... no me salvarás tú, que traes el rostro obscuro de andar con los negros de Indias».

Espantosa fue la noche, y más aún la madrugada.   -37-   Muertos de inanición, Ansúrez y su hija pidieron alimento a sus aposentadores, que les franquearon cuanto tenían. Una mujerona huesuda y desapacible, no por esto privada de sentimientos cristianos, se puso a las órdenes de los huéspedes; les sirvió sopas y una fritanga, y brindose a velar a la enferma para que el señor y la niña pudieran descansar algunos ratos... ¡Buen descanso nos dé Dios! Cayó doña Esperanza en un sopor del que no podían sacarla con sacudidas de los brazos, ni con voces pronunciadas en los propios oídos de ella. Sudor copioso y frío brotaba de su frente, y de su boca se escapaba un áspero soplido cadencioso, que no traía ningún acento de locución humana.

Pensó Ansúrez que aquel singular estado podía ser un recalmón intenso de los alborotados nervios de su esposa; pero la mujerona de la casa, que era un tanto curandera y había presenciado bastantes casos como el que a la vista tenía, dio dictamen muy distinto, y sin nombrar la muerte, expresó el parecer de que no debían buscar remedios corporales, sino aplicarse todos, deprisa y corriendo, a encomendar el alma de la señora. Firme en esta intención edificante, bajó y trajo un cazolillo con aceite, en el cual sobrenadaban encendidas varias mechas de algodón, que eran como un holocausto a las benditas ánimas del Purgatorio, y el mejor socorro que se podía dar a una persona moribunda. Nada dijo Ansúrez,   -38-   y comprendiendo que acertaba la mujer en su fúnebre pronóstico, echó todo su dolor del lado de la resignación, encastillándose en esta con todo el rendimiento de su alma cristiana. Menos fuerte Mara en su espíritu, rompió en llanto; y entre lágrimas de la niña, oraciones de la huesuda, silencio torvo de Ansúrez, y un desaforado ladrar de perros que del campo venía, los alientos broncos que salían del pecho de doña Esperanza fueron menguando, hasta que con uno más suave y hondo terminó su existencia mortal.

La claridad del alba entró a deslucir el amarillo resplandor de las luces mortuorias. Hija y padre se vieron en plena esfera de la realidad, y de su propio dolor sacaron fuerzas para ocuparse en dar a la querida muerta la compostura y grave continente que debía llevar al sepulcro. Arregláronle el pelo, que se le había desordenado con las manotadas de su locura. Sin quitarle la ropa interior, pusiéronle su mejor basquiña negra, y un manto, negro también, que con monjil recato le cubría la cabeza y busto. Formaba como un rostril ovalado, sujeto con alfileres, que sólo dejaba al descubierto la cara. En las manos le pusieron el Crucifijo que consigo solía llevar; hecho esto, se sentaron junto a la cama por uno y otro lado, esperando la ocasión del sepelio. El cansancio venció la voluntad de Ansúrez. La cabeza le pesaba más que su propósito de tenerla derecha, y se dejó caer entre los brazos   -39-   y sobre el lecho. Quedose el hombre profundamente dormido, y en sueños le turbaba un ruido intenso y mugiente: creyó que era el oleaje del Mediterráneo rompiendo en las peñas de Cabo Palos o en los cantiles de Porman. Soñó que estaba en aquella costa oyendo la voz iracunda del mar... Su hija le despertó sacudiéndole el brazo, y le dijo: «Padre, ¿oyes ese ruido?».

-Sí, oigo -respondió Ansúrez estre dormido y despierto-. Tenemos levante duro.

-No es eso, padre. Es ruido de soldados. Los soldados están aquí. No caben en el corral. Del corral han subido al corredor: algunos han abierto esta puerta, y al vernos han vuelto a cerrar.

Cerciorose Ansúrez por sus propios ojos de lo que Mara le decía; vio la inquieta turbamulta militar, que sin duda iba de camino hacia la ciudad insurrecta, y se le daba parada y rancho en la Casa de Postas. Como acontece en estas invasiones, no faltan muchachos alegres que se lanzan a una requisa indiscreta, en busca de las vituallas que comúnmente se guardan en altos desvanes. Perseguían jamones o cecina, y hallaron cosa muy distinta de lo que anhelaban. Algunos eran tan desahogados, que el hábito de la galantería se sobrepuso a los respetos debidos a la muerte; y ante Mara llorosa junto al cuerpo frío de su madre, repararon en la belleza picante de la chavala, y más prontos estuvieron para requebrarla que para compadecerla. Viendo que unos tras   -40-   otros entreabrían la puerta sin más objeto que curiosear, Ansúrez abrió de golpe y les dijo: «Pasen, si gustan de ver cosas tristes. Esta señora difunta es mi esposa, y esta muchacha, mi hija. Si buscan comida, sepan que aquí no la hay, ni creo que puedan encontrarla en parte alguna de este caseretón desamparado. Aquí no hay más que soledad y lágrimas. Íbamos hacia Granada... Mi esposa enferma no pudo resistir el quebranto del viaje ni la falta de todo socorro de víveres y medicinas, y esta madrugada su alma se ha ido a la presencia de Dios. Mi hija y yo no saldremos de aquí sino para llevar a nuestra querida muerta a donde podamos darle sepultura cristiana. Si son ustedes piadosos, como parece, ayúdennos a cumplir esta santa faena, y les quedaremos muy agradecidos... Guardaremos en el corazón el recuerdo de estos buenos chicos, aunque no volvamos a vernos. Ustedes van a Loja; nosotros, al puerto más cercano, que entiendo es Motril, pues yo no soy hombre de guerra, sino de mar».

Los soldados oyeron respetuosos estas razones tan sinceras como expresivas, y el más despabilado de ellos, en nombre de todos, dijo que de buen grado complacerían al señor viudo y a la niña huérfana, ayudándoles a la conducción y entierro de la señora finada; pero que habían de partir en cuanto se racionara la tropa, que ello sería obra de veinte minutos todo lo más. Detrás llegaría un batallón de Cazadores, y   -41-   estos no habían de ser menos generosos y cristianos que los presentes. Con esto, y con dar a los atribulados hija y padre dos panes de munición de a dos libras, se despidieron.

Al son de tambor y cornetas se alejó la tropa, y Ansúrez, otra vez solo, trató con la mujerona y los vejetes de dar tierra a la pobre doña Esperanza. Convinieron todos, mediante conquibus, en facilitar la indispensable función mortuoria. El cementerio más próximo era el de Cijuela, distante una legua o poco más. No faltarían cuatro hombres que, turnando, transportasen el cadáver, y delante iría un propio que previniese al cura para que no faltara un buen responso. Por fin, como en el curso del día habían de volver de Granada mozos, caballos y algún carricoche (que ya con la presencia de la tropa se iba restableciendo la vida normal), después del sepelio podrían tener el viudo y su hija un galerín en que molerse los huesos por el camino de arrecife, que así llamaban a las carreteras.

Pasaron al mediodía los Cazadores sin detenerse, y a la tarde se puso en camino con solemne tristeza y soledad la pobre comparsa que acompañaba los restos de doña Esperanza, encerrados en una caja tosca que a toda prisa carpintearon los viejos de la Casa de Postas, y que conducían en parihuela otros viejos y mendigos alquilones. Seguían don Diego y su hija en el coche llamado de San Francisco, y tras ellos lucido   -42-   cortejo de chicos y gitanas que iban al reclamo de una limosna. Con lento andar llegó la procesión a su término, que era un camposanto humilde, sin mausoleos pomposos, poblado de cruces, las unas derechas, otras caídas o inclinadas con dejadez, como si quisieran descender al reposo que gozaban los muertos. Un cura del mal pelaje, esmirriado y anémico, que apenas podía con la capa pluvial, y un monaguillo pitañoso y descalzo, aguardaban con puntualidad mendicante.

Breve y patética fue la ceremonia. Cuando la pobre doña Esperanza bajó a la tierra, prorrumpieron las gitanas en teatral llanto, que fue como un fondo coral en que vivamente se destacaba el verídico duelo de la huérfana y el viudo. Todo terminó al caer de la tarde, cuando sobre el rústico cementerio revoloteaban las golondrinas, que en próximos techos tenían sus nidos. Pagó don Diego los servicios funerarios con largueza de indiano. Moneda de oro puso en la mano negra y flaca del cura, que, al recibirla y verla tan brillante, apretó el puño cual si temiese que se la quitaran. Quedó el hombre muy agradecido, y ofreciendo rogar por muertos y vivos, se fue a toda prisa, que cenar solía tempranito. A los portadores recompensó Ansúrez con buenas monedas de plata, que por más señas eran pesetas columnarias, y entre las gitanas y chiquillos repartió alguna plata y cobre en abundancia, con lo que todos quedaron muy satisfechos,   -43-   y al donante como a la niña desearon largos años de vida y aumento de sus caudales. Al regreso, las gitanas, ya con más ganas de canto que de llorera, propusieron a Mara decirle la buenaventura; pero la niña no quiso escucharlas, sintiéndose en tal ocasión lejos de todo consuelo.

A campo traviesa anduvieron, guiados por los viejos, dos o tres horas, pasando por tierras del Soto de Roma, propiedad del inglés Duque de Wellington, y a las diez de la noche fueron a parar a un ventorro, donde les esperaba el birlocho dispuesto para proseguir su caminata. Todo lo que tenía de excelente la moneda de Ansúrez, teníalo de perverso y desvencijado el armatoste que le alquilaron aquellos chalanes. Tiraban de él dos caballejos cansinos y llenos de mataduras, y lo guiaba un perillán tuerto y cojo, que, apenas tratado, daba el quién vive con su aliento de borrachín y sus trapacerías rateriles. Pero no habiendo cosa mejor, los viajeros pasaron por todo, que para eso traían grande acopio de resignación. Dando tumbos, oyendo sin cesar las groserías del cochero y los palos con que a los pobres animales arreaba, llegaron después de media noche a un parador de la ciudad de Santa Fe, donde hicieron alto para descansar algunas horas. Pero la fatiga y el sueño atrasado que ambos traían les retuvieron en los duros colchones hasta más de las doce; y como el calor era sofocante, se acordó retrasar la salida hasta el anochecer, lo que agradecieron   -44-   los caballos tanto como el gandul que los regía.

Anhelaba Diego recorrer con la mayor presteza posible la distancia que le separaba de Motril. Forzoso era pasar por Granada, donde despediría el carricoche de Lachar para tomar mejor vehículo. En Granada se detendría lo menos posible: le asustaba la idea de encontrar parientes o amigos, que con halagos y cumplimientos dilatorios le indujeran a mayor tardanza. Tal como lo pensó, lo hizo: llegaron los viajeros a la ciudad morisca al filo de media noche, y en una posada del arrabal del Triunfo se alojaron, y de allí no salieron hasta saldar cuentas con el ladronzuelo que les trajo, y ajustar un galerín que debía llevarles hasta donde alcanzaba el camino de arrecife. Desde Béznar seguirían a caballo hasta el término de su odisea terrestre. En estos tratos chalanescos se les fue un día entero y parte de otro. A ningún conocido vieron, ni hablaron más que con arrieros y trajinantes que en el mesón se alojaban... Partieron en alas, no diremos del viento, sino de la impaciencia y prisa que empujaban el alma de Ansúrez hacia el mar, y en los últimos ratos del parador, así como en el trayecto hasta Padul, tuvieron noticia del desastroso acabamiento de la revolución de Loja.

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- V -

Razón tuvo el Cura don Prisco al poner en sus letanías la piadosa invocación al brazo militar: «¡Soldados, soldados!». Oída fue por Dios y por el Gobierno esta devotísima plegaria. Soldados acudieron de Granada, de Málaga y de Jaén, y reunidos frente a Loja, bajo el mando de un valeroso General, saludaron a los insurrectos con la estimación de rendirse y poner fin al democrático juego. Pronto comprendieron los secuaces de Rafael Pérez que habían perdido su causa, metiéndose en una plaza que más tarde o más temprano había de ser victoriosamente debelada por la tropa. La hueste revolucionaria no debió abandonar nunca la táctica de guerrillas: su fuerza estaba en la movilidad, en la rapidez de las sorpresas y embestidas parciales. Estacionarse en un punto, aun contando con defensas rocosas o con trincheras abiertas sin conocimiento del arte de la castrametación, era ir a muerte segura. Un ejército disciplinado y regularmente dirigido debía dar cuenta, como aquel la dio, del tan entusiasta como aturdido ejército popular. Apretado el cerco con la idea de que no escapase ninguno de los cinco mil republicanos que en la plaza bullían, resultó que después de andar en tratos y parlamentos,   -46-   se escabulleron todos por las mallas de la red.

Se dijo que Serrano había llegado a última hora con instrucciones de lenidad, que practicó a estilo masónico, haciéndose el cieguecito y el sordo ante los grupos que huían de la plaza. Serrano era liberal, no debe esto olvidarse, y en Madrid mandaban un astuto y un escéptico que se llamaban O'Donnell y Posada Herrera. Si hubiera estado el mango de la sartén en manos de Narváez, de fijo no queda un republicano comunista para contarlo. Don Prisco Armijana, espíritu que se balanceaba en los medios pidiendo mucha libertad y mucha religión, diría frente al Socialismo vencido: «Soldados, no matéis. Dios quiere que todos vivan... y que todos coman. Soldados y paisanos, comed juntos».

Venturosa fue la evaporación rápida de los insurrectos, tomando por este o el otro resquicio los caminos del aire, porque así se evitaron las duras represalias y castigos. Algunos cayeron, no obstante, para que quedasen en buen lugar los fueros del orden santísimo. La vista gorda del General no fue tanta que dejase pasar a todos sin coger los racimos de prisioneros que debían justificar, llenando las cárceles, la autoridad del Gobierno. No faltaron infelices que con el holocausto de sus vidas proporcionaron a la misma autoridad el decoro y gravedad de que en todo caso debe revestirse. De Rafael Pérez, nada se supo. Luego se   -47-   dijo que había ido a parar a Portugal. Hombre extraordinario fue realmente, dotado de facultades preciosas para organizar a la plebe, y llevarla por derecho a ocupar un puesto en la ciudadanía gobernante. Tosco y sin lo que llamamos ilustración, demostró natural agudeza y un sutil conocimiento del arte de las revoluciones; arte negativo si se quiere, pero que en realidad no va nunca solo, pues tiene por la otra cara las cualidades del hombre de gobierno. Representó una idea que en su tiempo se tuvo por delirio. Otros tiempos traerían la razón de aquella sinrazón.

Más que en estas cosas de la vida general pensaba Diego Ansúrez en las propias, corriendo en la galera por el camino que faldea las moles de Sierra Nevada en dirección a la fragosa Alpujarra. Pasó la divisoria que llaman Suspiro del Moro, sin duda porque allí suspiró y lloró el desconsolado Boabdil, y también el viudo de doña Esperanza lanzó de su pecho suspiros hondos recordando su amor perdido, y pesando las desventuras que su viudez le traía. Luego consideraba el enflaquecimiento de su bolsa, a la que, con las enfermedades de la mujer, los viajes, los obsequios y otras socaliñas, había tenido que dar innumerables tientos. En Granada y Loja habíanle tomado por indiano rico, y no faltaron parientes pobres, Castriles o Armijanas, a quienes hubo de consolar gallardamente con algún socorro. Ello es que por el chorreo continuo de gastos   -48-   en tan largo periodo de inacción, al mar, su verdadera patria, volvía con sólo el dinero preciso para llegar a Cartagena.

Pasando por la memoria, como se pasan las cuentas de un rosario, sus desdichas en tierra granadina, pensaba el buen hombre que la causa de ellas no podía ser otra que el haber infringido y olvidado las leyes morales y religiosas. Su casamiento libre y sacrílego con Esperanza, sin duda tenía muy incomodado al Padre Eterno, de donde resultaba que fueran siempre desfavorables los que llamamos designios de la Providencia. Pero luego, razonando con buen sentido, añadía: «Yo no fui a sacar a Esperanza del convento de Consolación, sino que ella, descolgándose para coger la calle y la libertad, cayó sobre mí como si cayera del cielo. ¿Qué había yo de hacer con ella? ¿Restituirla al convento, a donde no quería volver ni a tiros? ¡Ajos y cebolletas, esto no podía ser! Después, mares adentro, el amor, fuero imperante sobre toda ley, nos casó. ¿Cómo lo habíamos de arreglar, si por el aquel de los malditos cánones no podíamos casarnos por la Iglesia? Yo no diré nunca, líbreme Dios, como decían los de Loja: ¡muera el Papa!; pero sí diré a gritos: '¡mueran los cánones!'. ¿Y qué culpa tengo yo de que don Prisco no pudiera sacar la dispensa de votos, ni arreglar todas las demás zarandajas para echarnos las bendiciones?... Culpa mía no es esto, y porque la culpa es del Papa y no mía, siento mi conciencia muy aliviada, pues hay   -49-   cosas en que el deseo debe valer tanto como la ejecución». A pesar de la relativa serenidad que le daban estos razonamientos, Ansúrez no se veía libre de inquietud: el temor religioso iba ganando su alma, y recordando la escena tristísima del cementerio de Cijuela, se proponía practicar el culto, cuidar de sus relaciones con Dios hasta desenojarle.

Siguieron su camino hacia la Alpujarra, bordeando abismos y salvando cuestas. En Padul descansaron, en Dúrcal comieron, y en Béznar se les acabó la carretera, dejándoles a pie si no franqueaban a caballo las seis leguas que les separaban de Motril. Las maletas quedaron en Béznar para ser transportadas en mulo durante la noche. Dos borricos llevaron a los viajeros a Tablate, y uno solo de Tablate a Vélez. No se crea que en un asno montaban los dos: Mara iba sentadita en el albardón de un alto pollino, y Ansúrez lo llevaba del diestro: era torpe jinete, y más a gusto andaba con sus pies que con los de la mejor cabalgadura.

Pasada la divisoria de Lújar, se ofreció a los ojos de ambos el sublime espectáculo del mar, grande espacio de azul, tan vago y misterioso en su inmensa lejanía, que no parecía mar, sino una prolongación del Cielo que se arqueaba hasta besar la costa. Tal fue la emoción de Ansúrez ante el grandioso elemento en quien veía su patria espiritual, que le faltó poco para ponerse de hinojos y entonar una devota oración sacada   -50-   de su cabeza en aquel sublime momento. Palabras de asombro, cariño y gratitud pronunció santiguándose, y no tuvo reparo en mostrar una infantil y ruidosa alegría, primer respiro del alma del marino después de su viudez reciente.

El camino que faltaba, no muy extenso y todo cuesta abajo, bien podían recorrerlo a pie. Así lo propuso el padre a la hija, y ambos se lanzaron intrépidos y gozosos a la pendiente por ásperos caminos bordeados de piteras, chumbos y otros ejemplares lozanos de la flora meridional. Sin novedad anduvieron largo trecho; pero el cansancio agotó las fuerzas de Mara, y cuando aún faltaban como tres cuartos de legua para llegar a Motril, la pobre niña, dolorida de los pies y cortado el aliento, dijo a su padre que le concediera un largo reposo, o buscase algún jumento en las casuchas que a un lado y otro se veían. «Hija del alma -replicó Ansúrez, a quien se hacían siglos los minutos que tardase en llegar al puerto-, no perdamos tiempo en buscar caballería, que aquí tienes a tu padre que te llevará con tanto cuidado y mimo como si te cargaran los ángeles». Dicho esto, la cogió en sus brazos y siguió adelante con ella sin gran trabajo, pues la chica era de poco peso y él un gigante forzudo.

Iban por un sendero pedregoso, flanqueado de pitas, cuando les alcanzó y se les puso al habla otro viajero andante que tras ellos venía. Era un muchachón de buena presencia   -51-   y estatura, muy desastrado de ropa, como si llevara largo tiempo de corretear por caminos ásperos y pueblos míseros. Visto de lejos, parecía negro: tan extremadamente había tostado el sol y curtido el aire su tez morena. El polvo, además, lo jaspeaba con feísimos toques; pero ni la suciedad ni la negrura desfiguraban las varoniles facciones del sujeto. Las primeras palabras que dirigió a los Ansúrez fueron contestadas con desabrimiento. ¿Era mendigo, ladrón o vagabundo? Hija y padre se detuvieron en estas dudas antes de responderle con urbanidad. «Bueno -dijo Ansúrez, vencido al fin de la cortesía del extraño individuo negruzco más bien que negro-: no nos enfadamos porque tú nos hables, ni tenemos a desdoro el hablar con un pobre. Nosotros vamos en demanda de Motril. Tú, a lo que parece, llevas el mismo camino».

-A Motril voy -respondió el hombre ennegrecido y empolvado-; y antes de que el señor me lo pregunte, le diré que me trae a este puerto el mucho cansancio y ninguna utilidad que he sacado de trabajar tierra adentro, en el campo, en el monte, en las canteras de mármol; y ahora buscaré trabajo en la vida de mar, porque el mar es mi elemento, quiero decir, que me gusta sobre todas las cosas, y que en él está el hombre mejor que en tierra. Esto digo, esto sostengo, aunque usted lo lleve a mal.

-¿Qué he de llevarlo a mal, ajo? -exclamó Ansúrez parándose ante el hombre de   -52-   color obscuro y mirándole cara a cara-. ¡Si yo, aquí donde me ves, soy del mismo parecer que tú, y después de los peces no hay nadie en el mundo que sea más hijo del mar que yo! De tierra adentro vengo sin timón ni compás, no sé si huyendo de mis desdichas o trayéndolas conmigo. Al interior me fui con mi esposa y mi hija. Sólo con la hija vuelvo. El corazón se me ha partido, y la mitad he dejado allá en un cementerio chico...

Ya con esta entrada vieron ambos abierto el camino para una conversación franca. El negro era listo: su lenguaje contrastaba rudamente con su bárbara facha y su vestir lastimoso. Por el acento reveló a las primeras frases su abolengo americano, y a la pregunta que sobre el particular le hizo Diego, contestó así: «Yo soy del Perú; me llamo Belisario, y en España estoy por locuras y calaveradas mías, que ahora pago con usura, pues han caído sobre mi cabeza más desdichas de las que merezco... Ya ve por mi facha lo rebajado que estoy de mi nacimiento y categoría... No le pido limosna, aunque bien la necesito, sino protección para poder embarcarme y salir a buscar el sustento, aunque sea con fatigas, que las pasadas en el mar han de consolarme de las que llevo sufridas en tierra».

Con esta ingenua manifestación, el americano empezó a ganarse la simpatía de Ansúrez. En lo restante del camino, hija y padre le pidieron más noticias de su vida, y   -53-   él no se cortó para darlas. Había nacido al pie de los Andes; sus primeros pasos los dio sobre pavimento de barras de plata. Su padre era español, que cruzó los mares y se fue en busca de la madre gallega, que así llaman allí a la fortuna. Casó con una limeña muy guapa... Las limeñas son las mujeres más bonitas del mundo, y mejorando lo presente, a todas ganan en desenvoltura y malicia graciosa. La digresión que hizo el narrador hablando de las limeñas, no se copia en este relato por no agrandarlo más de lo debido. Habló luego del mal genio de su padre, que era más adusto que un pleito, y conservaba en su carácter el dejo de las fierezas inquisitoriales, que en toda alma española están adheridas, como se adhieren a la lengua los sonidos del idioma.

De la dureza del padre y de la propensión del hijo a la independencia, resultaron castigos, rebeldías y sucesos lamentables. No tenía veinte años cuando se emancipó de la autoridad paterna, retirándose al Callao, donde con otros chicos de su edad, como él indisciplinados y ociosos, cultivó su afición al mar. Todo el día se lo pasaba en botes o chalanas, jugando a la navegación de vela y remo. El cariño de la madre le atrajo de nuevo a la casa de Lima. Pero la inflexibilidad del padre no tardó en reproducir las discordias. Escapó al fin, buscando la deseada libertad, y se fue a las islas Chinchas, donde halló medio de ser admitido en la tripulación de una fragata inglesa que le   -54-   trajo a Europa. Contar todo lo que en el viaje le pasó, desde su salida de las Chinchas hasta su arribo a Valencia, sería historia larguísima y fastidiosa para el señor y señorita que le escuchaban... Terminó diciendo que el recuerdo de su madre y hermanos no se apartaba de él, y que ignoraba en absoluto lo que había ocurrido en su familia desde que su delirio de aventuras le separó de ella.

No sabía Diego si creer todo o una parte no más de lo que el americano refería. Pero a su desconfianza se impuso su buen corazón, y dijo al vagabundo que él no era más que un pobre naviero de faluchos de costa, y en tan pobres barcos no podía ofrecerle empleo ventajoso. Pues buscaba trabajo de mar, le llevaría gustoso a Cartagena, donde hallaría medios de enrolarse en buenos buques mercantes, o en los de guerra si le llamaba y era de su gusto la marina militar. A esto dijo Belisario que el ser llevado a Cartagena lo consideraba como la mayor caridad que podía recibir, y con grandes aspavientos y cierto lirismo en su dicción fácil, expresó su gratitud al generoso señor y a su bella hija.

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- VI -

Horas no más estuvo Ansúrez en Motril, el tiempo preciso para fletar una hermosa lancha y disponerla para su viaje. Belisario le trajo las maletas desde la ciudad al varadero, media legua larga, y luego embarcó con el padre y la hija, cinco marineros y el dueño de la lancha. Largó esta la vela, y al amor de un poniente frescachón que felizmente reinaba, se alejó rascando la costa. La nave era excelente, y a las dos horas de su salida pasaba frente a la Sierra de Adra. Toda la noche siguió navegando con gallardo andar; los tripulantes vieron de lejos la luz de Almería, y al amanecer montaron el Cabo de Gata, siguiendo después con menos marcha, al socaire de los altos montes y cantil, que también tienen nombre de Gata. A proa iban Belisario y los marineros, y Ansúrez a popa con su hija. Sobre las tablas de la sobrequilla habían arreglado, con petates y mantas, el mejor acomodo posible para que la señorita descansara, ya que dormir no pudiera.

La caída del viento fue causa de que emplearan casi todo el día en recorrer la costa hasta Cala Redonda. De aquí, con una fácil guiñada, demoraron frente al puerto de Águilas, y en él se metieron para pasar la noche. Al amanecer continuaron: reinaba   -56-   un lebeche suave que levantaba marejadilla. Alguna molestia sufrió Mara con las cabezadas de la embarcación; pero pasado Cabo Tiñoso se les presentó mar bella, y por fin, bien entrada la noche, gozosos y satisfechos del tiempo y de la nave, dieron fondo en la bahía de Cartagena. Saltó a tierra Ansúrez con su hija, y sin tomar respiro subieron a su habitual residencia, que era una vetusta casa no lejos de la Catedral Antigua, situada en punto culminante, desde donde se gozaba la vista del puerto y de los dos gigantes castillos que lo custodian: Galeras y San Julián.

Apenas instalado en su domicilio, se ocupó Diego en reanudar sus negocios, enterándose de la situación de los faluchos. La ausencia del amo había embarullado las cuentas, y para ponerlas en claro hacía falta paciencia y actividad. Dejaremos ahora en estos afanes al pobre naviero, para decir que la casa donde hija y padre vivían era la de un compadre y amigo llamado Roque Pinel, socio de Ansúrez en otro tiempo, y a la sazón ocupado en la compra y embarque de esparto. La cordialidad y buena armonía entre ambos mareantes no se alteró nunca. Habían sido compañeros en el servicio del Rey, y juntos corrieron, en la navegación y el comercio, aventuras borrascosas, con varia fortuna. Cuando Ansúrez vivía en Cartagena, llevaban a medias los gastos de la casa, y del gobierno de esta cuidaban la esposa y hermana de Pinel, dos mujeres cincuentonas,   -57-   sentadas y de gran disposición para el caso. Bien podía confiarles Ansúrez la custodia de Mara en sus ausencias. Contaba con la docilidad de su hija, que aún ceñía falda de adolescente. Pero el padre recelaba que, en llegando a mujer hecha, no había de ser tan fácil retenerla en una disciplina rigurosa. Al propio tiempo, no estaba nada satisfecho de la educación de Mara, limitada, por aquellos días, al leer correcto, a un mediano escribir y deficientes nociones de Aritmética. Pensaba el celtíbero en un buen colegio de doncellas, o en escuela regida por monjas aseñoradas, que la instruyeran y la pulimentaran en todo lo concerniente a dicción, etiqueta y modales.

Antes que me pregunten por Belisario, diré que Ansúrez le consiguió trabajo en la descarga de carbón, con lo que se puso el hombre más negro que lo estaba en el instante de su aparición en el camino. Después fue recomendado a una empresa de hornos y fundición en las Herrerías, y allí ganó dinero y se hizo querer de sus patronos. No se asombraron poco Ansúrez y Mara cuando le vieron entrar en su casa lavado y bien vestido, en tal guisa, que tardaron en conocerle, según venía de limpio y elegante. Sus trazas de caballero iban bien con el habla fina que usaba, y con los dejos líricos que del alma le salían a poco interés y calor que tomara el diálogo. Lo más substancial que dijo en aquella visita fue que había empezado estudios de pilotaje en la Escuela de   -58-   Cartagena, y que por necesidad continuaba en las Herrerías, sin otro objeto que ganar algún dinero con que emprender vida más de su gusto; o en otros términos, para mayor claridad, que él pedía el auxilio de Vulcano para obtener los favores de Neptuno. Sonriendo miró Mara a su padre, como interrogándole acerca de aquellos señores Neptuno y Vulcano, que ella jamás había oído nombrar. Concluyó en aquella ocasión, como en otras, la visita de Belisario con las donosas burlas que hacía la chica del sutil lenguaje del americano, sin que por ello lograra enojarle, como sin duda se proponía; antes bien, llevábale a mayor admiración de ella y a más desenfrenado lirismo.

Bien entrado ya el 62, se supo que Belisario se había embarcado para Marsella en un buque francés que dejó en Cartagena cargamento de guano. Por Navidad del mismo año, le vio Ansúrez en Palma vendiendo azafrán y comprando almendra. El 63, reapareció en Cartagena, vestido con singularidad, el rostro demacrado y tristón, como si convaleciera de una enfermedad penosa. Sus operaciones mercantiles no salían entonces del terreno espiritual: comerciaba con las Musas, y sus remesas eran poesías, que más de una vez aparecieron en los periódicos locales. Los entendidos en estas cosas aseguraban que las odas, silvas, canciones y elegías del americano no carecían de mérito, y algunos vates cartageneros las ensalzaban hasta el cuerno de la luna. Sus   -59-   defectos eran sus cualidades prodigadas con hinchazón y superabundancia por una fantasía sin freno. Abusaba indiscretamente de los ángeles, de la espléndida flora tropical, y de las conversaciones tiradas que sostienen los astros del Cielo con los átomos de la Tierra. Todo esto pasó arrastrado por la corriente undosa de la literatura periodística, que lleva y derrama las ideas en el mar del olvido. Del mismo modo pasó Belisario, que desapareció de Cartagena sin despedirse de nadie, ni decir a dónde iba con sus estrofas y su acentuada personalidad.

En los comienzos del 64, volvió el peruano a dar señales de vida, y ello fue por una carta que de él recibió Ansúrez en Alicante. Decíale que acababa de salir del Hospital, no bien repuesto aún de una fiebre maligna. Movido de su buen corazón, hizo Diego por él lo que podía, y partió a Valencia, donde estaba la gentil Mara perfilando su educación bajo la férula de las Madres Ursulinas de aquella ciudad. Los quince años de Mara eran espléndidos: pasaba de la adolescencia a la juventud con arrogancia de conquistadora. Sus hechizos inspiraban miedo a las Madres, miedo también al padre, y sin dejarse ver fuera del convento, eran conocidos y celebrados por obra exclusiva de la fama. Ni el fuego ni la hermosura pueden estar ocultos.

En Septiembre del mismo año, dio Ansúrez por finiquitado el pulimento de la señorita, y se la llevó a Cartagena. Creía el buen   -60-   hombre que las Ursulinas habían puesto a su hija como nueva, y que esta era un prodigio de ilustración y un lindo archivo de conocimientos. Grandemente se equivocaba, porque Mara, descontado el barniz leve de cultura que le dieran las monjas (nociones farragosas del arte gramatical y de la ciencia de la cantidad, un poquito de francés mascullado y un imperfectísimo tecleo de piano), salía del convento tan rasa y monda de saber como había entrado, con bastantes malicias y astucias de más, y su cándida ingenuidad de menos. Algo de esta recobró al volver a su casa, porque no disimulaba el desafecto que en su corazón dejaron las Madres.

Ansúrez no se cansaba de admirar el ligero barniz, que pronto habría de deslucirse y perderse, y encantado con su hija, no veía en la sociedad de sus iguales hombre digno de ella. Y está de más decir que Mara tuvo en Cartagena, al presentarse acicalada y bruñida de lenguaje, un éxito loco. Muchachos de diferentes vitolas y abolengo la cortejaron, sin que ella saliera de su mónita constante: enloquecer a todos, y no dar esperanzas a ninguno. Cobró fama de ambiciosa y de picar demasiado alto. Con las gracias discretas nuevamente adquiridas se juntaban, en delicioso revoltijo, los donaires que se le pegaron en la tierra andaluza... No había criatura que exhibir pudiera mayor conjunto de seducciones mortíferas, ni que impusiese más terror a los que la   -61-   sitiaban con solicitudes amorosas. Su talle sutil, su gracioso andar, sus decires prontos, que tenían por manantial la boca más fresca y bonita que podría imaginarse, su rostro trigueño a lo Virgen de Murillo, se grababan en la retina y en el corazón de infinidad de jóvenes que vivían desconsolados y como almas en pena.

Por aquellos días, que en buena cuenta eran los de Octubre del 64, resurgió Belisario en Cartagena bien vestido y con cierto mohín misterioso, dejando entrever que un magno asunto secreto y de universal importancia movía su voluntad. Algunos le creyeron conspirador, y en verdad lo parecía por la sutileza con que esquivaba su persona. Pronto le llevaron a Diego Ansúrez el soplo de que el peruano había venido en requerimiento de Mara, y que de noche rondaba la casa disfrazado de marinero. Acechó Ansúrez; tomó lenguas de los vecinos y de las mujeres de la casa, y si no pudo echarle la vista encima al caballero rondador, supo de un modo indudable que había cambio de cartitas, y que a las manos de Mara, por impenetrable conducto, llegaban voluminosos paquetes de prosa y verso.

Saber esto y volarse el honrado marino, fue todo uno, y en su furor corrió derecho al descubrimiento de la verdad, encerrándose con su hija, e interrogándola de forma ruda y pavorosa, que no era para menos la rabia que el celtíbero sentía. Atemorizada, negó al principio Mara; pero la verdad que   -62-   le llenaba el alma pudo en ella más que el disimulo, y al fin, con la fuerza de dicción que da un sentimiento poderoso, declaró de lleno que el peruano la quería, y que ella... le había hecho dueño de su corazón, con inquebrantable propósito de ser de él o de nadie. Larga y penosa fue la escena, y en ella hubo de todo: gritos, amenazas, lamentos, truenos furibundos en la boca del padre, y un río de lágrimas en los ojos de la señorita. Repetido por la noche el sofión, presentes Pinel y las dos señoras, hablaron todos con tal vehemencia, afeando el amor de Mara, que la pobre muchacha quedó sobrecogida y muda. Creyeron que la habían convencido; pero no fue así: más fácilmente se apaga un volcán que el incendio de un corazón enamorado.

Dos días después, hallándose Ansúrez en la correduría que despachaba sus buques, se le presentó de improviso Belisario, y sin preámbulos ni retóricas baldías, en prosa categórica y llana, le dijo: «Vengo, amigo Diego, a pedirle a usted la mano de su hija». ¡María Santísima, qué cara puso el celtíbero al oír lo que juzgaba disparate, blasfemia o cosa tal, qué relámpago de ira echó de sus ojos, qué sarta de vocablos feos y sacrílegos de su boca! Repitió el peruano fríamente su demanda; mas antes de que concluyera, corrió hacia él como un león el enconado padre, y acudieron los allí presentes a sujetar a uno y otro, salvando de un grave estropicio al poeta mareante. Dueño este de sí   -63-   mismo, y conservando la serenidad que había perdido su enemigo, declaró que Mara sería suya, quisiéralo o no el señor Ansúrez, porque la ley de amor, más alta y fuerte que todos los respetos humanos, había de cumplirse. Amor es ley del universo, y la autoridad paterna es ley social. Amor es fuerza creadora que engendra la vida y perpetúa la Humanidad; las leyes sociales que contrarían el amor son esencialmente destructoras como instrumentos de muerte. Estos y otros desatinos y razones enfáticas dijo en un tono y cadencia que sonaron a verso en los oídos de los hombres de mar. Terminó la reyerta con groseras burlas de las retahílas del americano, y a empujones le lanzaron a la calle ignominiosamente. «Soy solo contra todos -clamaba-, y no es bien que me traten así...».

Ansúrez, sin que sus amigos le soltaran de la mano, quedó en la correduría braceando como loco furioso, y repitiendo las maldiciones y amenazas con que desfogaba su ira. «¡Ajo, dar mi hija a un coplero!... ¡Ajo, maldito sea el instante en que los ojos de ese bigardo miraron a mi niña!... ¡Si no me lo quitan, lo estrangulo!... ¡Suéltenme, que quiero tirarlo al agua con una piedra trincada al pescuezo!...». No se calmó hasta que regresaron los que se habían llevado a Belisario, y le dijeron: «No te sofoques, Diego, ni hagas caso de ese silbante. Hémosle metido en el bote del vapor sardo, donde está de mayordomo. Descuida, que a   -64-   tierra no ha de volver. Ya tienes al vapor desatracado y listo para salir a la mar». A pesar de esta seguridad, no tuvo sosiego Ansúrez hasta que vio salir el vapor sardo... Aún rondaba su alma un recelo inquietante. Aguardó la vuelta del práctico que había sacado al vapor, y las referencias de este diéronle la certidumbre de que el aventurero gandul navegaba con rumbo a Génova.

En los días siguientes observó Ansúrez en su hija tan serena placidez, que la irritación y suspicacia motivadas por el suceso de la correduría se desvanecieron completamente. Después, tuvo que ir a Mazarrón a tratar de un transporte de plomos, y regresó a los dos días en un vaporcito costero. Al saltar a tierra, le recibió su amigo Roque Pinel con la cara larga y afligida que suelen poner los que se ven obligados a dar una mala noticia... No sabía el buen hombre cómo empezar. Sus palabras balbucientes, el tono lacrimoso y fúnebre con que las pronunciaba, levantaron en el alma de Ansúrez una onda de terror, que le cortó el aliento. Desgracia inmensa y repentina había ocurrido en su casa. ¿Estaba Mara enferma?... ¿Se había muerto quizás? Echole Pinel el brazo al cuello, y anduvieron juntos algunos pasos... Sacando fuerzas de flaqueza, pudo decirle, no que Mara se había muerto, ni aun que estaba enferma, sino que buena y sana se había escapado de la casa. ¡Jesús!... fugada, sí, de la casa y de la ciudad... ¡Jesús, Jesús!... arrebatada por el gavilán americano.

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- VII -

La terrible impresión de esta noticia no hizo estallar al buen Ansúrez en bravatas y denuestos sacrílegos. La recibió como una maldición de Dios, y su dolor tomó forma semejante a las sublimes quejas del santo patriarca Job. Creyó que Dios lanzaba sobre su cabeza rayos de ira, que debía revolcarse en un muladar, y convertirse en ceniza o polvo miserable. Rompió a llorar como un niño. Ni Pinel ni otros amigos pudieron consolarle.

¿Pero cómo...? ¿Cuándo...? A estas interrogaciones ansiosas fueron contestando los amigos con discreta lentitud. Lleváronle a la correduría, y con él se encerraron. Así evitaban el tener que contarle cosas tan delicadas en medio de la calle... ¿Pero cómo...? ¿Cuándo...? Pues la escapatoria fue la misma noche de la partida de Ansúrez a Mazarrón. Ninguno de los amigos podía explicarse que habiendo embarcado el ladrón en el vapor sardo, volviese a Cartagena tan pronto. O no eran ciertas las noticias dadas por el práctico, o el americano tomó tierra en alguna playa o puertecillo de la costa... Lo indudable, y esto se supo por una muchacha que en la casa servía cuando Mara volvió del convento, era que los amores de Belisario con la señorita databan de fecha relativamente   -66-   larga. Cuando Ansúrez le socorrió en Alicante, ya había logrado el americano que sus amorosas esquelas llegaran a la colegiala de las Ursulinas... Restituida la niña a su casa, continuó la correspondencia, que era por una y otra parte de lo más arrebatado y fogoso, a juzgar por una carta que, después de la evasión, encontraron en el neceser de Mara; papel que esta se olvidó de quemar, como había hecho con otros... También era indudable que en Octubre, antes de la violenta escena en la correduría, estuvo el gavilán en Cartagena; los amantes se veían y charloteaban, asomada ella a una ventana que da al callejón del Cristo, él en la calle, arrimado a un doblez obscuro de la pared.

Para que nada quedara por decir, uno de los presentes declaró que, por confidencia que a una de sus amiguitas hizo Mara, se sabía que el amor de esta era de los de condición irresistible y volcánica. Otro de los amigos expuso la idea de que el americano sería todo lo perdido y vagabundo que se quisiera; pero que alguna cualidad eminente había de tener para trastornar a una señorita que, con la pasada que le dieron en el convento, era sin duda muy sentada de cascos. No faltó quien dijese que la culpa de aquel desvarío la tenían los malditos versos, o la poesía que, hablando en prosa neta, echaba por su boca el maligno americano. En resolución, este había cautivado a la paloma Ansúrez con el gancho de su palabrería poética, y el continuo hablar de ángeles, corolas,   -67-   crepúsculos, misterios de la tarde y de la noche, astros rutilantes, desmayos del amor, y otras mil sandeces que debieran ser prohibidas por la Iglesia, y perseguidas sin compasión por los jefes políticos, corregidores y alcaldes pedáneos.

Faltaba lo más importante de la información que al afligido Ansúrez dieron sus amigos. En cuanto se notó la falta de Mara en la casa, salió Pinel disparado en busca de la fugitiva. Requiriendo el auxilio de las autoridades, anduvo de mazo en calabazo toda la noche, sin encontrar ni a las personas buscadas ni rastro de ellas. Creyó que habían huido por tierra; pero al día siguiente, la vaga delación de un gabarrero le indujo a creer que Mara y su raptor habían escapado por los anchos caminos del mar. ¿Cómo y a dónde?... Noticias posteriores dieron la casi certidumbre de que navegaban con rumbo al Estrecho de Gibraltar en una goleta de tres palos, norte-americana, llamada Lady Seymour. «¿Para dónde, ajo?...». «Para Río Janeiro, Montevideo y el Pacífico». La goleta despachada en Barcelona con carga general, había hecho escala breve en Cartagena para tomar dos docenas de pasajeros, que iban sin blanca y con lo puesto, en busca de la madre gallega.

Por fin, el buen Pinel, no sabiendo cómo consolar a su amigo, díjole que unos señores, no sabía si peruanos o chilenos, establecidos en Alicante y que de paso estaban en Cartagena, conocían a Belisario y dieron   -68-   de su familia las mejores referencias. El padre había muerto, dejando un fabuloso caudal, haciendas muchas y plata en barras, que, puestas en montón, subirían tanto como la torre de la Catedral de Murcia. De todo eran ya dueños la viuda y los hijos... Bien podía suceder que Belisario, al alzarse con la moza, tuviera la intención de ir por caminos malos a un fin excelente, que en esto de elegir caminos, el hombre es siempre un navegante, y no va por donde quiere, sino por donde le dejan las corrientes y el viento. Dentro de lo posible estaba que la pareja loca fuese navegando en demanda del Perú y de la herencia; que en el Perú se unieran Mara y Belisario en santo matrimonio, y que luego volvieran acá encasquillados en plata, para dar dentera a media España... Ansúrez le mandó callar: se angustiaba más con el desenlace de cuento infantil que los amigos querían poner a su infamia.

El suceso que referido queda hundió al celtíbero en negra tribulación. Ya no había para él contento ni paz. En pocos días se avejentaron sus cuarenta y dos años, tomando aspecto de hombre más que cincuentón. Llenósele de arrugas el rostro, la cabeza de canas; la sonrisa y todo concepto jovial huyeron de sus labios. Hablaba tan poco, que sus palabras se podían contar como los donativos del avaro. Para que su semejanza con el santo patriarca Job fuera más visible, a los ocho días de la fuga de   -69-   Mara trajéronle la nueva de otra gran desdicha. El falucho Esperanza, que había salido de Torrevieja con cargamento de sal para Villanueva y Geltrú, fue sorprendido de un furioso ramalazo de Levante, que lo desarboló, y con graves averías en el casco, lo dejó sin gobierno, a merced del oleaje. De nada valieron los esfuerzos de una tripulación heroica: el pobre barquito fue a estrellarse en las peñas del faro de Santa Pola. Perecieron dos hombres, y la embarcación se deshizo como un bizcocho...

La noticia del tremendo desastre fue escuchada por Diego con resignación tétrica y sombría, como si antes que la temiese la esperase, persuadido de que las desgracias no vienen nunca solas. Considerando que el otro falucho que poseía, nombrado Marina, se encontraba en tan mal estado que su reparación había de costar casi tanto como hacerlo de nuevo, resolvió el humilde armador desprenderse de todas las granjerías fundadas sobre el inseguro cimiento de las aguas. Aprestose, pues, a liquidar los restos de su negocio naviero y mercantil, con propósito de retirarse luego a vida solitaria, quizás eremítica, lejos del mundo y de sus engañosas vanidades.

Con fría calma y estoicismo dedicose Ansúrez día tras día a soltar sus amarras con la industria marítima, y el tiempo que le quedaba libre pasábalo en el Arsenal, al calor de algunas fieles amistades que allí tenía. Anselmo Pinel, hermano de Roque y   -70-   maestro ajustador en los talleres, fue el primero que consiguió distraerle de sus murrias, interesándole en los trabajos de la ingeniería naval. A la sazón estaba en grada un fragatón de hélice con blindaje, que llevaba el glorioso nombre de Zaragoza; y terminada ya, esperaba su armamento junto a la machina otra gallarda nave, la Gerona, de cincuenta cañones y seiscientos caballos.

La inspección de obras, que suele ser el mejor esparcimiento de viejos aburridos, dio al alma de Ansúrez algún consuelo: al menos, mientras curioseaba de una parte a otra, descansaba su espíritu de la contemplación interna de sus desdichas. Viendo iniciada en él la tendencia reparadora, Anselmo Pinel, sin apartarle de la idea de retirarse a vida solitaria, le indujo mansamente a volver al servicio de la Marina de guerra, pues esta, en su sentir, armonizaba muy bien con el santo propósito de abandonar los intereses mundanos. La vida del marino real era toda abnegación y sacrificio, con la añadidura de la soledad, más completa en la extensión del Océano que en los áridos desiertos de tierra. En este sentido le habló, aunque con términos más llanos, haciéndole ver que si le llamaban las austeridades del yermo y el gusto del sacrificio, debía sin vacilación engancharse por tercera vez, pidiendo plaza de contramaestre u oficial de mar.

Aunque verbalmente rechazaba Diego esta proposición, bien comprendió Anselmo,   -71-   por los términos vagos de la negativa, que la idea penetraba en el ánimo del infeliz hombre, y allí labraba su nido. Insistía y machacaba Pinel en su exhortación, reforzándola con discretas razones. «Aquí tienes al Director de Ingenieros, don Hilario Nava, que se alegrará de que vuelvas al servicio, y pronto ha de venir el General Rubalcaba, que te estima, y no desea más que protegerte. No vaciles, Diego, y date a la mar, que será tu consuelo, tu familia, ya que ninguna tienes, y tu religión, que buena falta te hace». Ayudaban al buen consejero en esta obra catequista dos amigos y compañeros de Ansúrez: el uno, Cabo de mar, llamado José Binondo; el otro Cabo de cañón, por nombre Desiderio García. Ambos habían navegado con él largo tiempo en la goleta Vencedora.

Por fin, hallándose Diego en gran perplejidad, el ánimo indeciso, balanceándose entre la pereza, que le pintaba las dulzuras de la quietud, y el sentimiento religioso, que le pedía trabajos más duros en provecho de su alma y de la madre patria, alma y dueña de todas las vidas españolas, salió una mañana al muelle, y vio fondeada en el puerto la mas gallarda, la más poderosa y bella nave de guerra que a su parecer existía en el mundo. Metiose en un bote, y se fue a ver de cerca la mole arrogante; la examinó y admiró por ambos costados y por proa y popa, embelesado de tanta maravilla. La estructura y proporciones del casco, que   -72-   así expresaba la robustez como la ligereza; el extraño y novísimo corte de la proa, rematada en forma tajante como un terrible ariete para partir en dos a la nave enemiga; la colocación airosa de los tres palos; la altísima guinda de estos; el conjunto, en fin, de armonía, fuerza y hermosura, le dejaron asombrado y suspenso.

Vista por fuera la fragata, subió Diego a bordo, y acompañado de buenos amigos que allí encontró, hizo detenido examen de todo; vio el reducto blindado, el puente y alcázar, la extensa cubierta; en el primer sollado, las potentes baterías con todos los accesorios para su servicio; en la profunda caja central las máquinas; subió, bajó y recorrió los departamentos del inmenso recinto, que era barco, fortaleza, palacio y refugio de las almas valientes, y se sintió llamado por voz del Cielo a encerrar su vida en aquel que le pareció santuario de hierro, no menos grandioso que los de piedra. La Numancia, que así se llamaba el barco, venía de los astilleros de Tolón, nueva, flamante como un juguete construido para los dioses... Entusiasmado ante tanta belleza, pensó por un momento Ansúrez que su patria había recibido de la Divinidad aquel obsequio, y que este no era obra de los hombres.

Y cuando la Numancia pasó al Arsenal para completar su armamento y arrancharse y proveerse de todo lo necesario a una larga navegación, se fue el hombre a bordo con Pinel; bajaron al segundo sollado, a proa,   -73-   donde están los dormitorios de los condestables y contramaestres; se metieron en uno de estos, y Ansúrez dijo a su amigo: «De aquí no salgo ya. Arréglame todo como puedas. En casa está mi uniforme guardado con alcanfor para que no se apolille. Tráemelo, y con él mis papeles. Vete a ver al Mayor General o al oficial de derrota, que es don Celestino Labera, mi amigo, y dile... lo que quieras, Anselmo... En fin, que me voy; y si no puede ser de contramaestre, iré de cabo de mar, de marinero ordinario, o aunque sea en el oficio más bajo de la Maestranza».

Pinel y los demás amigos se ocuparon activamente en este negocio del honrado navegante, consiguiéndole plaza de Segundo Contramaestre (el primero era otro excelente amigo y gran marinero, llamado Sacristá)... Y satisfecho de su empleo, el celtíbero no salió más del barco, y en él se sentía tan consolado de sus tristezas como peregrino que, tras un largo divagar, encuentra la magna basílica, y en ella el misterioso encanto que apetece su alma dolorida.

 

- VIII -

El 8 de Enero del 65 salió la Numancia de Cartagena para Cádiz, llevando a bordo una Comisión de primates de la Marina, que debía informar de las condiciones de la fragata.   -74-   Toda la travesía fue una serie de probaturas. Dócilmente obedecía la nave, haciendo todo lo que se le mandaba, y vieron y apreciaron los señores su andar a máquina, variando el número de calderas encendidas y los grados de expansión, y el tiempo que tardaba en dar una vuelta en redondo. Probose asimismo el andar a la vela, desplegando en los mástiles la enorme superficie de lona. Era un encanto ver cómo el coloso, sensible a las caricias del viento, hacía sus viradas por avante y en redondo con suprema elegancia y precisión.

Reventaba de gozo Ansúrez viendo estas pruebas, singularmente las de maniobras de vela, que eran su fuerte y su orgullo. En ellas ponía su brío y ardimiento, expresados por su potente voz; ponía también su corazón, pues solo ya en el mundo, privado de todos los amores que embellecen la vida, había encontrado en la fragata un amor nuevo que le salvaba de la tristeza y sequedad anímicas. En pocos días se encendió en él la llama de aquel cariño nuevo: la fragata era su hija, su esposa y su madre, y en ella veía el lazo espiritual que al mundo le ligaba. La Numancia, personalizada en la mente del Oficial de mar, era el conjunto de todas las maravillas de la ciencia y del arte; un ser vivo, poderoso, bisexual, a un tiempo guerrero y coquetón. La bravura y la gracia componían su naturaleza sintética. No cesaba de alabar sus múltiples atractivos, y ya decía «¡qué valiente!» ya «¡qué elegante!».

  -75-  

Había recorrido, de sollado en sollado, los innumerables departamentos y divisiones de la interior arquitectura del barco, los cuales correspondían a las necesidades de la guerra, de la vida y de la navegación. Todo lo había visto y examinado con prolijidad, conservando en su mente los pormenores de tantas y tan diferentes partes, de cuya proporción y armonía resultaba la hermosura total. Las baterías le enamoraban, y la máquina y carboneras encendían en él entusiasmo tan hondo como el velamen gigantesco. Tenía la nave corazón, sangre, alas, pies, y un rostro bellísimo, que era la peregrina disposición de las viviendas donde tantos hombres según sus categorías se albergaban, la opulencia de las cocinas y despensas, y todo lo concerniente al buen comer, indispensable función de los hombres de guerra.

El 4 de Febrero salió de Cádiz la soberbia fragata, con mar llana y Noroeste fresquito. En cuanto se zafó del puerto, puso rumbo a Canarias con cuatro calderas encendidas. Por la tarde se aprovechó la mayor frescura del viento, largando las gavias y algunas velas de cuchillo, con lo que se ayudó el andar a hélice. A la cuarta singladura vieron los navegantes el grandioso Teide, que desde las brumas del horizonte les daba el quién vive. Hacia él maniobraron, y a media tarde dejáronlo por estribor, pasando entre las islas de Gran Canaria y Tenerife. No fue tan bonancible la travesía de Canarias   -76-   a San Vicente, porque se les presentó mar tendida y gruesa del Noroeste, que les cogía de costado; y la señora fragata, que hasta entonces no había sufrido tal prueba, bailó graciosamente, con diez balances de 25 grados por minuto, demostrando que si grande era su ligereza, no era menor su estabilidad... En San Vicente se detuvieron el tiempo preciso para reponer el carbón gastado desde Cádiz. Un calor pegajoso, un barullo de negros y mulatos, que como solícitas hormigas metían el combustible en las carboneras, incomodaron a los tripulantes en los tres días que permaneció el barco frente a la isla inhospitalaria, desnuda de toda vegetación.

En sitio tan desapacible reverdecieron las melancolías de Ansúrez, y se turbó la serenidad que desde el embarque en Cartagena traía en su alma. Una tarde, invitado a la mesa de los maquinistas por uno de estos, que era su amigo, se entabló conversación sobre cosas y personas cartageneras, y el tercer maquinista, hombre simpático, mestizo de francés y catalán, hizo alusión muy transparente al rapto de la hermosa Mara. Saltó Diego con exclamación pronta y viva, como si avispas le picaran. Mediaron palabras de curiosidad, excusas, interrogaciones ardientes, y por fin dijo el maquinista que nadie como él hablar podía de aquel suceso, porque era muy amigo de Belisario Chacón, y se sabía de memoria su carácter, sus cualidades y defectos. El estupor de Ansúrez   -77-   subió de punto. Nunca pensó que en medio de los mares, a tanta distancia del escenario de su drama de familia, viniese repentina luz a esclarecerlo. A las manifestaciones que antes hizo, agregó el maquinista que podía contar muchas cosas que el padre de Mara ignoraba. La curiosidad ansiosa de este fue muy semejante a los balances que había dado la fragata en la última travesía... Pero como no era discreto hablar del caso entre tanta gente, en la confianza de la sobremesa, acordaron reunirse los dos a prima noche, después de picar las ocho. Bien podían charlar sin reserva cuando uno y otro estuviesen francos de guardia.

A la hora prescrita, arrimados al castillo de proa, hablaron largamente Ansúrez y el maquinista Fenelón, sin más testigo que el vientecillo terral, que una vez entrados los conceptos en el oído de Ansúrez, se los llevaba mar adentro. Si no fuera discreto el terral, podría repetir cláusulas de aquel coloquio en que el semi-extranjero refería sucesos reales y daba sinceras opiniones. Cogidos en la onda del viento se reproducen algunos trozos que no carecen de interés. Véase la muestra: «Ha de saber usted, amigo mío, que en aquellos días de Octubre tenía Belisario mucho dinero. Del bolsillo sacaba puñados de monedas de oro y fajos de billetes. ¿Piensa usted que este dinero era mal adquirido? Yo creo que no. Belisario es una cabeza destornillada, como la de todo el que anda en tratos con la poesía; pero no   -78-   pone su mano en lo ajeno: esto me consta; he podido comprobar su honradez en las ocasiones de mayor pobreza. Dice usted bien que ese dinero no pudo ganarlo en su comercio de fruslerías... pura farsa romántica... Se disfrazaba de vendedor... ponía en verso los números... Me pregunta usted si sé la procedencia del dinero, y contesto que Belisario hacía también la farsa del guardador de secretos... Presumo que recibió fondos del Perú, enviados por su madre para que se restituyese a la patria».

-¿Y por qué -observó Ansúrez prontamente- no me habló... en plata, para pedirme la hija? Aunque ni pobre ni rico me gustaba el peruano, con ese adorno de la riqueza... quiero decir... no viniendo el pretendiente a palo seco, mi contestación hubiera sido muy otra de lo que fue.

-Pues... Belisario no habló a usted de intereses -repuso Fenelón-, porque es lo que llamamos un romántico... ¿se entera usted, amigo?... porque llevando las cosas por derecho y obteniendo la mano de la niña según el estilo corriente, no resultaba poesía... Lo poético era meterse por el camino más largo y más difícil, manteniendo la ilusión, que es la salsa de que se alimentan las almas románticas. Palabra de honor, que es así.

-No lo entiendo, ni creo que tenga sentido común nada de lo que usted me dice...

-Pues añadiré que también su hija de usted es una romántica de marca mayor   -79-   -afirmó Fenelón riendo-. Romántica vino al mundo; el aire andaluz agravó lo que bien puede llamarse enfermedad, y las lecciones de las monjitas acabaron de rematarla... ¿Tampoco lo entiende?

-¿Conoció usted a mi hija?

-La vi una sola vez. Sus ojos y las pocas palabras que le oí, me revelaron su romanticismo agudo. Después, la he conocido mejor por el reflejo de su alma en el alma de Belisario... Pues como decía, siendo los dos románticos furiosos, bien puede asegurarse que desecharon todo proceder antipoético, para lanzarse a los fines de amor por los espacios rosados y lindísimos de lo ideal... ¿Tampoco lo entiende?

-No, señor, y líbreme Dios de entender esas monsergas... Por lo que usted me dice, voy comprendiendo que también es usted de esa cuerda o vitola... ¿Cómo llaman eso?

-Romanticismo... Pero sepa que yo no soy romántico, ni mis locuras, que también las tengo, son como las de Belisario y su hija de usted. Yo, así por el lado catalán como por el lado francés, soy esencialmente práctico y positivista. Si me hubiera encontrado en el caso de Belisario, habría ido derecho a la confianza de usted alargando la mano llena de dinero. Yo no desprecio el dinero, no lo llamo vil, no lo tengo por prosa, sino por la más alta poesía...

-Hombre, ni tanto ni tan poco -dijo Ansúrez con inflexión jovial-: quedémonos en un término medio... Pues ahora me ha   -80-   entrado curiosidad de usted... Dígame quién es, cómo ha venido a la vida de perros de los maquinistas de vapor, y dónde y cuándo aprendió lo que sabe, y el aquel que tiene para calar a las personas.

-Yo soy hijo de francés y española; me crié en Cataluña, y mi primera educación fue para mejor oficio que este de maquinista. Mi padre ha sido Director de Forges et Chantiers, y aún desempeñaba el cargo cuando se puso la quilla de esta magnífica fragata. Hoy está retirado por su mucha edad, pero conserva en los talleres y en la Dirección tanta influencia como cuando todo estaba bajo su mano... Yo fui muy aplicado en mis años primeros, como acreditan las certificaciones de mis estudios prácticos en el Creuzot, y los diplomas que gané en Lyón y en París... Ya que nombro a París, diré que en aquella ciudad tan grande y bella se inició mi perdición, al tiempo que me asimilaba la cultura y el saber ameno que allí flota en el aire y se le introduce a uno, como si dijéramos, por los poros. Yo me di grandes chapuzones de lectura; me puse al corriente de todo lo antiguo y moderno, así en novela y poesía como en las demás artes, sin olvidar por eso mi profesión científica. Pero mientras metía en mi entendimiento tanta y tanta luz, mi voluntad se la llevaban los demonios, y me lancé a una vida desarreglada y al delirio de los goces... Veo que me oye usted con la boca abierta, como si yo le contara un cuento   -81-   fantástico. Usted, hombre sencillo y patriarcal, no comprende nada de esto... Abrevio mi cuento, y vengo a parar en que mis escándalos tuvieron fin por intervención de mi familia. Mi padre me sentenció a trabajos duros para corregirme, por imponerme más segura penitencia, me embarcó de tercer maquinista en la Numancia. Ya sabe usted que la Compañía Forges et Chantiers corre con el servicio de máquina hasta que la fragata vuelva de su expedición.

-Viene usted, pues, como galeote -dijo Ansúrez-, que así llamaban a los criminales y perdidos que iban a remar en las galeras del Rey. Bien, señor Fenelón. Ya veo que es usted hombre de historia, muy corrido en trapisondas de tierra adentro, y sabedor de cosas de novela y poesía... que para mí son letra muerta, pues de ello no entiendo palotada. Y veo también que no sólo corrió usted las borrascas en aquella Babilonia de Francia, que llamamos París, sino que también debió de andar por España como bala perdida, y en España fue amigo del sinvergüenza de Belisario. ¿Andaba usted por la costa de Levante en Septiembre y Octubre de año pasado? Sin que me responda, entiendo que sí. Cuando el maldito peruano me robaba la niña, estaba usted en Cartagena... y cuando el ladrón y la joya robada se embarcaban no sé para dónde, usted tomaba la vuelta de Tolón, donde su señor padre le trincó y le impuso el castigo de galeras en nuestra fragata.

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Afirmaba el francés, rechazando al propio tiempo toda complicidad en el robo de Mara.

«¿Y cómo me explica usted -preguntó Ansúrez, que se resistía bravamente a entrar en el terreno legendario-, cómo me explica que teniendo aquel pirata sus bolsillos estibados de buena moneda, sirviera de segundo mayordomo en un vapor de mala muerte?...».

-Romanticismo, pura farsa romántica. El hombre satisfacía un irresistible anhelo de disfrazarse y hacerse pasar por lo que no era, siempre a la mira y asechanza de su propósito novelesco, tal como lo que había visto en dramas y leído en libros de imaginación. Hacía, por ejemplo, el Montecristo, y derramaba el oro para escribir en su vida una pagina sorprendente de interés y emoción.

-No lo entiendo, no lo entiendo -dijo Ansúrez llevándose las manos a la cabeza-; y como usted es también poeta, por su desgracia, no puede contarme las cosas como son, sino como las ve en el farol de poesía que tiene dentro de su cabeza. Y si esto no me entra en el magín, menos entrará que Belisario pudiera seducir y engañar a mi niña sin emplear artes de brujería, bebedizos o algún requilorio enseñado por los demonios. ¿Cómo pudo ser, Señor, que se dejara trastornar mi hija por un charlatán sin seso; ella, que era buena de su natural, y además traía fresca la enseñanza de las Madres, que la instruyeron de moral, y   -83-   me la pusieron tan modosita y tan recatada que daba gloria verla y oírla?

-Las Ursulinas, amigo Diego -afirmó el francés-, no enseñaron a la señorita nada, absolutamente nada. Salió del convento tan borriquita como entró en él. Lo único que aprendió fue el disimulo de su romanticismo... Y también digo a usted que el alma romántica tiene su mejor cultivo en el misterio y soledad del claustro, mi palabra de honor... El misticismo le pone luego el capuchón para que se disfrace y pueda engañar más fácilmente al mundo.

Enorme confusión llevó esta idea al pensamiento de Ansúrez. No sabiendo cómo contradecir al francés, calló... y ambos perdieron sus miradas en el mar sosegado y dormido que delante tenían. Pensó el contramaestre que su compañero de navegación había cargado la mano en las dosis de Jerez con que se confortaba después de las comidas, y que por esta causa, más que por su embriaguez de cultura literaria, estaba el hombre a medios pelos.